El Refugio de los Cronopios


"Los cronopios, esos seres desordenados y tibios, dejan los recuerdos sueltos por la casa, entre alegres gritos, y ellos andan por el medio."

Julio Cortázar

jueves, diciembre 22, 2005

Prohibido morir

Los que no lo hayan leído antes van a pensar que deliro: un alcalde de Brasil prohibió morir a los habitantes de la ciudad. Tal cual. Además, estipuló que la desobediencia del mandato significaría importantes sanciones para el desobediente (vale decir, el muerto). Tal como ustedes, yo quede con cara de pregunta y exclamación al mismo tiempo (así de fea). Me pregunto, sobre todo, en qué consistán las sanciones: ¿descuartizamiento? ¿canibalismo? ¿reclusión celestial? ¿exposición pública del cuerpo, hasta que se lo coman los buitres? ¿necrofilia?

Justo cuando uno piensa que ha conocido el colmo de la idiotez, algo llega a subir el parámetro, y pienso que, por una vez, lo más probable es que las personas estén felices de cumplir con la ley, y los que contravengan la norma, lo harán, seguramente, de modo involuntario. ¿Qué pasará con los suicidas frustrados? ¿Los encarcelarán, además?

Pero los que crean que es una estupidez gratuita se equivocan; de esta manera tan fascista, el alcalde quería solucionar un problema serio: en el cementerio de la ciudad no cabe ni una maldita tumba más. Tampoco se puede construir otro, porque la ciudad ya está completamente edificada. Así que el que se muera, que es un delincuente, no tiene derecho a honras ni nada.

Si a mí me preguntan, estoy por creer que todo esto es un mal entendido, una ironía del alcalde. Por más crítica que sea, tiendo a no explicarme estas cosas tan irrracionales, y me imagino, en cambio, un diálogo previo entre las autoridades de la nación, el ministerio de obras públicas o algo así, y el alcalde desesperado, porque se le viene un embotellamiento de muertos de padre y señor mío. En esa conversación hipotética, el alcalde dijo 'sáquenme de este cacho, dénme una solución' y el ministro o el presidente, vaya a saber uno, le dijo 'la norma es clara, no hay más espacio' y entonces el alcalde ya enfurecido: '¿Y qué quiere?¿Que le prohíba a la gente que muera?' y el otro, petulante e inconmovible: 'no es una mala idea'. Y entonces el alcalde -que en este momento ya no es un idiota, sino un paladín de los fallecidos-, pensó 'este muerto no lo cargo yo', y nada más llegar a su municipio dictó la norma, a ver si son tan hombres estos carajos.

Como bonus track, se me ocurre mandarle al alcalde Las intermitencias de la muerte , de Saramago, un libro en el que la flaca de la guadaña decide no llegar más a un país. Si esa anoréxica caprichosa y ese alcalde coincidieran, prometo que me iría a vivir allí. Aunque fuera por un tiempo.

lunes, diciembre 05, 2005

Amantes


Los amantes no sueñan con el futuro. Saben que el tiempo está ahí, a la vuelta del calendario, irreparable, irremediable. Como la fuerza que los arroja a las oscuridades, jadeantes y amnésicos.

Los amantes no hacen planes. Tienen certeza de estar ahí para el otro. Esa certidumbre existe, entre otras cosas, porque han tratado antes de ejercer la gravedad inversa, de desimantarse, de desenredarse, de desquererse. No les resulta. Estos amantes no se piden nada. O casi nada -que no es lo mismo, pero es igual. Abren la boca tímidamente para llamar al labio próximo que también llama. Huyen de todos los sitios con una mala excusa debajo de la garganta.

Los amantes son unos inmorales. Tanto que ni siquiera les duelen las culpas, ni siquiera saben que son inmorales, de tan perversos. Y sin embargo, en el fondo de la perversión, algo como una ternura desesperada conmueve a los pocos que los conocen. A su paso, las mesas se desocupan justo en los rincones menos concurridos de los bares, los meseros muestran sus sillas más recónditas y, antes de retirarse, bajan la intensidad de la luz, para dejarlos a solas con sus bailes, sus rasguños y sus maullidos. En la cercanía de los amantes el mundo se encrespa, como si el olor de las hormonas cruzara las aceras antes que ellos, y atraen el deseo de los otros, como una respuesta a su propio deseo mutuo. Las mujeres miran a los amantes y, muy a su pesar tienen siempre que pensarlos juntos. La hieren a ella a pestañazos, lo atraen a él con sus cuerpos hermosos y contenidos. Los hombres maldicen a los amantes y compiten con él para probarse a sí mismos. Pero cuando los ven juntos, acuchillándose las retinas, desnudándose y descifrándose enigmas, guardan sus espadas y se quedan en silencio.

Los amantes no mienten promesas. Son exclusivistas, sin embargo, a su modo. La pertenencia formal no la reclaman. Saben que el vínculo de ellos corre sigilosamente, por el subsuelo. Son invisibles, como los espectros de la vida y la nuerte. Corren noches enteras, atraviesan los sueños de las personas decentes, manchándoselos hasta las sábanas, hasta que en un cerebro incauto se encuentran y se aman. Se han desgarrado la piel en todos los sitios de la tierra, sin moverse de una silla, coincididos en una carta. La loca y el mago, la maga y el loco, escapados del tarot, caminando por tu ciudad, entrecortado el aliento.

Yo los conozco, a esos dos. En los besos que besan tienen siempre un sabor ajeno. Beben de un mismo vaso, se dibujan signos secretos con las manos. Nómades de punto fijo, desesperados en su fuga, los que han querido interponerse todavía están heridos. Siempre, a solas, se desenmascaran, y en esa secretud son tan resplandecientes que duelen las pupilas.

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