El Refugio de los Cronopios


"Los cronopios, esos seres desordenados y tibios, dejan los recuerdos sueltos por la casa, entre alegres gritos, y ellos andan por el medio."

Julio Cortázar

jueves, enero 26, 2006

El desentierro del dinosaurio


"...y sé muy bien que no estarás,
ni aquí adentro, la cárcel donde aún te retengo,
ni allí fuera, este río de calles y de puentes.
No estarás para nada, no serás ni recuerdo,
y cuando piense en ti pensaré un pensamiento
que oscuramente trata de acordarse de ti."


Julio Cortázar. "El futuro".


Un pasadizo. Hoy encontré un pasadizo hasta tu existencia y desenterré tus cartas, que ya parecen de hace un siglo. Leo lo que escribías en el fin del otoño y el comienzo del invierno y me vuelvo a sentir tibia y mágica, como entonces. La corriente brutal de tus palabras vuelve a arrastrarme en estos días de verano, y vienen piedras y espinas en este cauce del recuerdo.

Te quise, Dinosaurio. Y hoy que tomo estas hojas inasibles en la mirada, vuelvo a quererte y a maldecir por lo que pudimos haber sido y no fuimos. Por la mano que no desempuñé a tiempo, por la generosidad que no te regalé, por el silencio que no supe cultivar cuando era el instante de callar. Noto los flujos de sangre que me conectan con la vida, con esa construcción intelectual en la que lo único verdadero eras tú, porque todo lo demás era encontrable en otros sitios.

Eras un suicida, lo dijiste tantas veces. Cómo iba yo a saber que en el arrojo de tu existencia se jugaba también mi muerte. Emprendí la huída con pasos vacilantes y tú desapareciste en la dirección contraria, más rápido que el olvido. "Es absolutamente necesario que no te muevas ni un segundo luz", debí haberte gritado entonces, aunque ya era tarde, como siempre que se quiere limpiar dignamente un estropicio.

Tal vez el luto se complete con esta nostalgia sonriente, con este reencontrarte sabiendo muy bien que no estarás, y quererte otra vez, de la vida a la tumba, como una arqueóloga disciplinada que encuentra, incompletos, los restos del animal extinguido. Tomo este esqueleto y puedo, si pego mi oído, escuchar todavía la respiración de la carne.

Entre la ferocidad y la sinrazón del lenguaje ronda tu fantasma. Entierro tus cartas. El futuro no es atrás.

miércoles, enero 11, 2006

Cartas robadas

Gracias a un amigo tránsfuga -que se cuela en el metro sin pagar cada vez que puede-, me vi obligada a recordar uno de mis delitos olvidados: tenía ocho años, tal vez menos, y en esa época había un buzón cada dos cuadras. Eran otros tiempos. La gente se sentaba y escribía en unas esquelas horribles, con líneas azules apenas trazadas, y por el otro lado se traslucía la tinta, y uno podía jugar a leer al revés. Así aprendí yo a leer 'sonerf' 'roma', 'orenid' y 'odireuq", por ejemplo, una pasión que todavía me dura.

Las cartas eran divertidas, pero delatoras. Yo metía mis manos -que en esa época eran muy pequeñas- por entre las ranuras del buzón que algunos años era azul y otros amarillo, y tanteaba adentro. El correo pasaba lunes, miércoles y viernes, así que el domingo en la tarde, por ejemplo, era fácil encontrar sobres hasta arriba. Manoteaba un poco y sacaba algunos sobres usando mis dedos como pinzas. La mayoría era celeste, con unas mínimas rayitas, y una estampilla cuidadosamente pegada. Eran los sobres nacionales. También había unos blancos con rayas rojas, y eran los internacionales, que viajaban en avión. Cuando ya era más grande se creó una suerte de esquela plegable, que se llamaba 'aerograma', y que no necesitaba estampilla. Valía 100 pesos. Algunos sobres tenían también unas rayas a pasta en todo el borde que se ensalivaba: era para que nadie más que el destinatario abriera la carta.

Me sentaba con unas tres o cuatro cada vez. A veces era difícil la caligrafía, y casi siempre eran muy aburridas. A veces, también, sacaba cadenas de correo, de ésas que te obligan a mandar otras diez misivas, y me sentía culpable por la suerte de la persona cuya cadena yo interrumpía. Algunas cartas eran de amor, sobre todo las que traían esas rayas a pasta, o saludos a parientes lejanos, que debían viajar días antes de ser leídas, y otros tantos días antes de ser contestadas con una carta que también tardaría en llegar. Yo interrumpía maléficamente ese flujo, porque aunque me encantaría decir que las volvía a pegar y a poner en el correo, o que las arreglaba o les ponía algo, la verdad es que las botaba del modo más inconsciente que se pueda imaginar. Anda a saber cuántas relaciones se rompieron por mi culpa, cuánta gente temió estar siendo espiada, cuántos reclamaron a correos.

Ahora que lo miro en perspectiva, me parece que esa compulsión por espiar escrituras ajenas era producto de una época. En Chile estábamos en plena dictadura, y nadie se mostraba tal como era, entre otras cosas porque le podía costar la vida. Las cartas hablaban por las personas desde una intimidad diferente, supongo. El tipo de letra, las faltas de ortografía, el cuidado del sobre. Todo eso definía al escribiente. Y me gustaba, aunque, por supuesto, en esa época no pensaba nada de esto.

Hoy me gusta la instantaneidad del e-mail y del chat, que te ayudan a no perder lo natural de la comunicación (en las cartas de papel el tono tendía a ser más grandilocuente y formal), me gusta la rapidez, la sensación de estar con el otro. Pero echo de menos esos buzones, esos sobres que contaban tanto de la gente, el enigma de una letra enredada, las manchas de tinta, el crujido de una esquela delgada.

Me estoy poniendo muy vieja, y por suerte no tengo hijos que me miren con cara de otro planeta, como miraba yo a mis padres cuando me hablaban del mundo antes de la televisión. La última vez que envié una carta por correo ordinario era una postal de felicitaciones por el nacimiento del hijo de un amigo. Antes de eso, un escrito anónimo para un hombre que me encantaba. Han pasado varios años, pero tengo guardadas muchas estampillas, de puro romántica.

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