Enfermera, no lo deje entrar
Loser a más no poder. En eso me he convertido en unos pocos años. A pesar de los millones invertidos por mis padres para que yo sea una profesional indenpendiente y moderna, que mi éxito personal opaque cualquier desaire y, en suma, para que aprenda a comerme el mundo, emocionalmente soy tan primitiva como cualquier mujer del siglo X.
Debí haber supuesto que el asunto no estaba bien aspectado el día en que él apareció con su sonrisa radiante y su bata blanca para inspeccionar mi pierna herida. Siempre quise tener un affaire con un médico. Nunca logré sustraerme a la fantasía casi infantil de que detrás de la puerta de cualquier consulta, aparecería un hombre espléndido, que sería flechado en el acto por mis encantos. Por más que me concentré en la imagen, siempre apareció un obeso sudoroso, un calvo obsesivo, o simplemente un soso incapaz de leer nada más que sus mamotretos de biología. Y, por supuesto, con más de alguno me tocó una pésima experiencia (recuerdo, por ejemplo, al ginecólogo que me obligó a desvestirme y me violó con el espéculo aún cuando yo le insistía en que estaba consultándolo por una bronquitis persistente, y en ausencia de otro especialista).
Como decía, todo comenzó mal, porque la mordedura de araña que carcomía mi pierna no era precisamente lo que uno conoce como lunarcito sexy. El tejido muerto decoraba mi pantorrilla y le daba ese elegante toque necrótico que tanto se lleva. No conforme con esto, y en atención al dolor que me provocaba la herida, había sido incapaz de depilarme la zona lesionada, o sea que al espectáculo rojiamarillento del mordisco mismo se agregaban las pantys de cachemira. Oh, God. Él, con mucha clase, examinó la herida y hasta la bautizó para que sonara menos horrendo (loxocelismo cutáneo, le puso, tiernamente).
La segunda vez que lo vi tuve la precaución de depilarme. Confiada en que me mirara el rostro, me maquillé a la perfección y me puse mi falda estrella. Él, en cambio, se fijó en los dedos de mis pies y me recetó una crema antihongos y otra para la resequedad de los talones. A esas alturas, lo único que yo le habría pedido es arsénico.
Pero contra lo que yo pensé, ni la pantorrilla del horror ni mis pies micóticos lograron espantarlo, y la relación paciente-doctor se fue haciendo más estrecha, sin llegar, por desgracia, a ningún tipo de acción concreta. De eso culpo directamente a mi madre, que insiste en entrar conmigo, como si yo fuese una parvulita, y de paso espanta toda conversación maravillosamente tergiversable.
El viernes pasado, para más fatalidad, me dio una receta que venía mal escrita. Dispuesta a convertir la desgracia en buena suerte, lo llamé a su consulta. Por algún extraño milagro le pasaron el llamado y no tuve que explicarle quién era, porque me reconoció en seguida. Punto a favor. Le dije lo de la receta y después de disculparse me ofreció hacer una nueva, que yo tendría que pasar a buscar. Imbécil hasta decir basta, en lugar de aprovechar la invitación que sutilmente me tendía, confesé como una idiota que ya había comprado el medicamento correcto, pero que quería confirmar que el nombre era otro. Dos puntos en contra para mí, por honesta. Aproveché, eso sí, de contarle que había dejado un pañuelo de cuello olvidado en el box, y él prometió llamarme si lo encontraba. Y sin esfuerzo, citó los tres primeros números de mi teléfono. Diez puntos a favor.
El problema es que esto fue el lunes, y ya estamos a jueves. O no encontró el pañuelo o sencillamente no tiene ni un interés en llamar. La próxima vez que vaya a su consulta, dejaré mi agenda. Tarde o temprano tendrá que manifestarse.
1 Salenas, treguas y catalas:
Y....no contaste si llamó.
(tal vez eso va en otro capítulo, más adelante)
Pausa para un refresco, y ya volvemos. No se vaya de nuestra sintonía.
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