El Refugio de los Cronopios


"Los cronopios, esos seres desordenados y tibios, dejan los recuerdos sueltos por la casa, entre alegres gritos, y ellos andan por el medio."

Julio Cortázar

sábado, noviembre 20, 2004

Los cumpleaños

Estar de cumpleaños me supera. Los preparativos, las preguntas desde todas direcciones, la cantidad de comida dañina, todo eso está muchas veces por sobre mi capacidades. Siempre las fiestas tienen esa doble connotación: por un lado, la felicidad de constatar que hay gente que te aprecia, más allá de tus mil pifias, y que está dispuesta a darte un abrazo en ese día. En el otro extremo, sin embargo, están todos esos balances que uno se hace en fechas emblemáticas.

En mi caso, el cumpleaños fue una fiesta exactamente hasta los 11 años. Desde los 12 en adelante mi panorama cambió. Voy a contar una historia trivial y triste (evite llorar, en lo posible, porque dificulta la lectura). A esa edad mis padres se separaron. Entre todos los asuntos que se desmoronaron en esa decisión estuvieron los cumpleaños, las navidades y los años nuevos. De golpe y porrazo uno no tiene más una familia: tiene dos. Y como el día es sólo uno –y en la mayoría de los casos las horas libres son sólo unas pocas-, siempre hay alguien que queda triste. Y siempre hay una parte de uno que queda sola.

En fin, sin abundar sobre dramas que por lo demás son cada día más cotidianos, el cumpleaños sirve también para inventariar amigos. Confieso que es un procedimiento más o menos cruel, que finalmente puede modificarse a lo largo del año, pero es así. Los que me llaman me quieren, los que no me llaman me olvidaron. Sé que suena un poco fundamentalista, pero sé también que no les extraña, viniendo de mí. O sea que a las doce de la noche del día siguiente, uno cuadra la caja (siempre es bueno dejar pasar un día más para los pajarones que se acordaron tarde, cosa perfectamente factible). Los que no llamaron ni escribieron, ni mandaron saludos con otro, pasan a ocupar el limbo de la amistad. Excepciones hay, y muchas. Por ejemplo, los que se acuerdan todos los días previos y finalmente, la fecha exacta, se la saltan. Esos pequeños cronopios son perdonados instantáneamente.

Un amigo me contó que a él se le había olvidado el cumpleaños de su polola. Así de dramático. Sólo se vino enterar al día siguiente en la noche, cuando su madre, o sea la suegra de la niña, la saludó atrasadamente por su cumpleaños, cosa que desarmó moralmente a mi querido amigo. Ella no le dio mucha importancia, al menos en voz alta (se trata de una mujer a la que habría que levantar un monumento), pero él quedó desarticulado de culpa. Ese mismo amigo, sin embargo, me llamó temprano para mi cumpleaños, y creo que es porque de ahora en adelante, espera que nunca más le suceda algo tan horrible.

Este año, el reciclaje dejó varios heridos y contusos. Principalmente a mí, que me habría encantado que me abrazara toda la gente que amo. Sin embargo, me trajo también otras constataciones afectivas, que todavía me tienen con el alma calentita. Tengo amigos, y de los buenos. Nunca supe en qué minuto me los gané, pero más bien creo que fue gratis, y supongo que darme cuenta de eso fue mi mejor regalo.

Envejecer está lleno de sus contratiempos, pero una de las pocas cosas buenas que trae es que la experiencia da la capacidad de reconocer a la gente de modo más agudo que a los quince. Cuando mi amigo Pancho me hizo ir a su oficina y brindamos con bebidas desechables y unas papas fritas en bolsa; cuando Sergio me abrazó en la cocina de su casa y me dejó compartir con él y la Maca esa fiesta maravillosa; cuando cada una y cada uno me dijo, por teléfono o en vivo –o por MSN- la frase que siempre se dice y que nunca se gasta, sentí que el tiempo a veces juega a favor de las relaciones, y que cumplir imparablemente años se hace menos vertiginoso cuando te toman la mano.

0 Salenas, treguas y catalas:

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