El Refugio de los Cronopios


"Los cronopios, esos seres desordenados y tibios, dejan los recuerdos sueltos por la casa, entre alegres gritos, y ellos andan por el medio."

Julio Cortázar

lunes, abril 18, 2005

La ley de Murphy

Dicen los pesimistas que si algo puede salir mal, saldrá. Yo, que me considero una optimista a tiempo casi completo, tengo que decir que bastante a menudo he comprobado la verdad de esa máxima. Asumo que muchas de mis desgracias se deben a mi propia pajaronería, pero hay otro margen, que podría cargarse a la Fortuna, y que demuestra que no tengo precisamente la mejor estrella en términos azarísticos. A ese margen pertenece lo que me sucedió el jueves pasado.

Comencé a hacer una ayudantía en la Universidad Central, en un ramo que se llama “Historia Universal Contemporánea” y cuyo contenido –a pesar del presuntuoso nombre- se concentra en la Europa del siglo XX. Ese día, yo tenía programado ver una película con los estudiantes.

Me conseguí la cinta con tiempo, y la vi en mi casa. Por supuesto, y respondiendo a esa obsesiva fatalidad que me persigue, estaba mala y no giraba. Sin hacerme mala sangre, conocedora de los procesos acostumbrados de mi (mala) suerte, la fui a cambiar y chequeé que funcionara.

El día D, llamé al encargado de los accesorios didácticos, para confirmar que la petición de video y televisor estaba en vigencia. Como no había problemas, respiré aliviada.

Desconfiando de tanta tranquilidad, y acostumbrada a los problemas de último momento, me dediqué esa tarde, a pesar de los buenos augurios, a preparar un plan B, o sea, una clase alternativa, en caso de que algo pasara. Debo confesar que me lo tomé muy livianamente, porque estaba segura de que todo saldría bien, y sólo cuando iba en el camino, me dediqué a repasar esa materia.

Llegué, la asistencia era masiva, el video llegó a tiempo, la peli se veía. Todo sospechosamente tranquilo. Tan tranquilo que empecé a traspirar. El tipo rebobina el cassette, la cinta se corta y comienza el acto dos.

Ya en mi terreno, me sonreí para mis adentros a pesar de la desesperación. El encargado, luego de 20 minutos de sudar helado, logró arreglar la película. La puse nuevamente, sólo que ahora no se escuchaba. Es decir, se escuchaba, pero el acento español castizo, en una sala enorme, era imbancable y no se entendía nada más que la saturación de los parlantes y alguna que otra “s” a la madrileña. Era como la voz de la profesora de Charlie Brown. Estaba obligada a echar mano de mi precario plan B.

Histérica por dentro, conservé la sonrisa que abunda en la cara de los tontos –y los aterrados- y comencé mi improvisación. Los dividí en grupos, les asigné tareas de acuerdo con la materia y les di 30 minutos para prepararse. Mientras, leía los documentos con una voracidad atroz, que sólo da la urgencia máxima.

Justo a tiempo terminé mi lectura, y los interrogué. La actividad salió perfecta, justo hubo conflicto en los puntos que pronostiqué y opinaron exactamente lo que esperaba que opinaran. Agradeciendo que la gente sea relativamente predecible, pude llevarlos hacia la reflexión sobre la Sociedad de las Naciones y las causas de su fracaso.

Al término de la clase, uno de ellos se me acercó, porque el ejercicio le había encantado. Sonreí feliz, él creyó que por amabilidad. La verdad es que estaba sacándole la lengua a la mala suerte. Ya hace tiempo que aprendí a creer invariablemente en la ley de Murphy.

0 Salenas, treguas y catalas:

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