Cronopio en el transporte público

Parece un mal sueño, pero es verdad. Era martes y hacía un frío desgraciado que se colaba sobre todo entre los pies. Salí corriendo del diario a mi primera sesión del taller. Tomé un taxi que se perdió, que se dio 143 vueltas alrededor del mismo sitio y que terminó costándome el doble de lo que debió haberme costado.
Me bajé –casi en bancarrota, pero todavía alegre por la perspectiva de leer un cuento mío a una incógnita concurrencia. Sobre la sesión no tengo quejas, estuvo todo dentro de lo esperado, aunque, obviamente, cuando me tocaba mostrar mi relato, el tiempo se acabó. Es como el siquiatra: cuando estás encontrando el meollo de tu conflicto se cumple la hora. Salí del edificio, más muerta de frío y desorientada por completo. “Lo mejor es que camine hacia Apoquindo”, me dije, y partí. Tres cuadras después, una micro únicamente habitada por el chofer se detuvo junto a mí. Subí y pagué, confiada. Conversé con el conductor, hasta que me informó que el recorrido que estábamos haciendo era exactamente el contrario del que me llevaba hasta mi casa.
Quiso devolverme el boleto pero yo –no sé cómo- ya lo había perdido. Entonces propuso que lo acompañara hasta el final del recorrido. Para mi sorpresa, le respondí que sí, que bueno, y que no se demorara mucho. Me hizo caso, porque no deben haber transcurrido 20 minutos cuando nos dimos la vuelta. En Alameda con Cumming me bajé, dudando de si tomar un taxi o un colectivo hasta casa. Había terminado de cruzar la calle cuando noté que llevaba menos peso del que recordaba. Y claro, se había quedado en el bus una bolsa de papel que, además de varios escritos, trasladaba mi flamante película “Cachimba”, recién comprada y original.
Odiándome, subí a un colectivo, porque el taxi anterior me había dejado prácticamente con luca para el resto de la semana. Pagué los 350 pesos y a las dos calles de trayecto el colectivo chocó. Juro que todo es rigurosamente cierto. Lo juro. Pensé que iba a haber sangre, pacos, testigos, al menos un grito destemplado, pero nada. Parecía comercial de Armonyl (algo así como el Nervocalm de Mafalda, para los amigos trasandinos), y todo se solucionó con buenas palabras.
Llegué a mi casa con un tic en el ojo y con ganas de enclaustrarme por un mes. Eso es lo que sucede cuando sales del metro, de decía a mí misma, y le pregunté a mi mamá si le parecía viable que contratáramos un furgón escolar para trasladarme. La muy fama no quiso.