El Refugio de los Cronopios


"Los cronopios, esos seres desordenados y tibios, dejan los recuerdos sueltos por la casa, entre alegres gritos, y ellos andan por el medio."

Julio Cortázar

miércoles, febrero 23, 2005

La mudez

Uno se pasa la vida imaginándose situaciones que difícilmente se van a producir. Por ejemplo, en términos románticos, lo más típico de las quinceañeras es imaginarse qué sucedería si de repente, el ídolo de las canciones, el que aparece en la tele, se cruzara en nuestro camino. Los diálogos ya están hechos, y casi siempre nos imaginamos que saldríamos bien parad@s.

En fin, esto no es una reflexión sobre el pasado, sino más bien una terrible historia sobre algo que me sucedió el lunes pasado. Por favor, imaginen una música triste. Varios de ustedes saben (aunque les disguste) que admiro profundamente a Rafael Gumucio. Aunque no es precisamente el ser más simpático que pisa la tierra y tiene serios problemas de modulación,
me fascina como escribe, particularmente sus columnas. Y cada vez que leo algo que él comenta, tengo la sensación de amarlo profundamente por su lucidez y por lo atinadamente que lo expresa (por escrito, claramente).

Siempre me imaginé qué sucedería si me lo encontraba, quéseyo, en un café, en una librería, en el parque forestal. Tenía listo mi speech acerca de la literatura, de lo bien que escribe él, todo un discursillo que me parecía sensato y nada de majadero. Pues bien, la gran ocasión se dio el lunes. Yo tenía algo de tiempo y entré a una tienda de lo más alternativa que hay frente al Museo de Bellas Artes. Salía del probador con una falda -que me compré después- y me miraba en el espejo cuando él entró. Venía acompañado por su novia, esposa, amante, lo que sea, y vestido -hay que decirlo- con una horrible camisa azul eléctrico de manga corta (onda "soy electrónico").

Durante un par de segundos nos miramos, yo con impresión máxima y él probablemente con curiosidad por mi cara de conocerlo de toda la vida. Pero ahí nomás se me congelaron todas las palabras que tenía preparadas y mi boca se clausuró para no volver a abrirse jamás. Me probé después un pantalón y una polera, y seguí absolutamente muda. Él, más silencioso que lo habitual, volvió a mirarme cada vez que salí del probador con una facha nueva. Debe haber temido que lo insultara, o que fuera una anormal -mis ojos parecían de sicótica probablemente.

Hasta que se se fue, y sólo entonces pude decirle a la vendedora "¡¡era Rafael Gumucio!! ¡y a mí él me encanta!" Claro que ya era tarde, y la vendedora me miró como si yo estuviera loca, y la frustración me invadió como un sudor caliente.

Observando el hecho a distancia, creo que me dio vergüenza hablarle, en un lugar tan poco apropiado como una tienda, acerca de literatura; más aun cuando él andaba acompañado. Tal vez sólo sea una forma de maquillar mi cobardía, pero por ahora sirve.

Pero si me vuelvo a encontrar con él, no va a haber fuerza en la tierra que me silencie (¿o si?).

martes, febrero 15, 2005

Los derechos de los pingüinos

En los temas de discriminación, siempre voy por los que la sufren. Me cargan los prejuicios idiotas, la dictadura de la mayoría, la incapacidad de ponerse en el caso de las excepciones. Finalmente, todos tenemos alguna excepción por la que nos hemos sentido discriminados. Pero debo confesar que mi debilidad por las minorías abusadas también tiene un límite. Y es que de pronto me parece que algunos se pasan de la raya, y de las demandas lógicas pasan al fanatismo descarado.

¿Por qué estoy dando esta lata? Porque esta mañana leí una noticia muy freak que llegó por el cable. Al norte de Alemania, en un zoológico, tienen seis pingüinos de Humboldt, todos machos, y que por esas cosas de la vida se han mezclado unos con otros más que amistosamente. En simple, se dan como caja, y los zoólogos, preocupados, decidieron insertar en el lugar de reclusión cuatro lindas pingüinitas suecas, para ver si los chicos se tentaban con ellas.

Hasta aquí, todo normal y hasta tierno. Resulta que los pobres copulaban unos con otros y empollaban piedras. O sea, algo andaba mal, y médicamente era necesario saber si los ejemplares eran realmente homosexuales o si se debía a la escasez de hembras. Sin embargo, apenas la directiva del establecimiento comunicó la decisión, furiosos movimientos de y pro gay protestaron, porque, a su juicio "los pinguinos tienen derecho a elegir libremente a sus parejas, y formarlas sin interferencia humana".

Aquí es donde ya el asunto me parece francamente tirado de las mechas. La directora, enjuiciada cual salvaje fanática que quiere desterrar la homosexualidad del planeta, sudaba la gota gorda explicando que sólo quieren entender el comportamiento de los animalitos, y facilitar su reproducción, ya que los pingüinos de Humboldt están en extinción (ahora reflexiono que si todos los pingüinos de esa especie tienen el mismo comportamiento, es entendible por qué se están extinguiendo...) Pero mientras más argumentos daba la zoóloga, más se enfadaban los pro-pinguinos-gay, como si los veterinarios fueran a obligarlos a formar pareja con las a estas alturas vapuleadas compañeras suecas, y asi humillarlos en su dignidad de pingüinos y en su libertad de opción sexual. Como si la presencia de las hembras fuese a coartar para siempre su felicidad gay.

Entrar en este tipo de polémicas simplemente porque unos pocos pingüinos solos como dedos deciden recrearse unos con otros me suena a musho. El razonamiento de los zoólogos me parece de lo más cuerdo -después de todo, no se trata más que de darles la posibilidad de aparearse con hembras, ni siquiera les han puesto cintas pornográficas de su especie, como a los panda en China- y la acción de las minorías, exagerada, por decir lo menos.

No sé qué me pasaría si estuviera demasiado tiempo encerrada en una jaula sólo con mis congéneres, pero ciertamente agradecería que me pusieran algún hombre enfrente. Claro que depende, porque hay cada cosa, que tal vez hasta preferiría quedarme con mis amiguitas. Pero eso es harina de otro costal.

lunes, febrero 14, 2005

El edificio del terror

Son las seis de la tarde del martes de mi tercera semana de vacaciones. El sol chamusca los árboles sin compasión y yo camino hacia mi cita, en Huérfanos con Brasil. A las 18:00 horas veré a un amigo que me entregará fotos de nuestra estadía en Madrid y tomaremos un jugo o un cafecito. Miro el reloj y tengo 15 minutos de tiempo todavía, así que decido entrar a una tienda de vintage que está en un segundo piso, en toda la esquina.

La puerta del edificio está abierta. Por dentro, un cartel pegado en ella ordena: cierre suave. Lo leo un segundo después de soltar la madera que va a estrellarse contra el marco y se cierra de modo inapelable. Me reprendo mentalmente pero pienso que de la tienda me abrirán. Subo la escalera y en la entrada del local una sorpresa: está cerrado. Hasta tiene un candado y una cadena. Maldita sea.

Bajo, aprieto el botón de apertura de la puerta y, por supuesto, no funciona. Subo, otra vez, por inercia, y decido que tendré que golpear otro departamento para que me abran. Toco en la puerta junto al local, pero nadie abre. Golpeo otra puerta en el otro lado del piso. Nadie. Junto a esa puerta, hay otra, pero parece ser del mismo departamento. Subo la escalera y toco el timbre en los dos departamentos del segundo piso. ¿Adivinan? Nadie.

No entiendo cómo alguien deja abierta la puerta de un edificio en el que no hay personas. Nuevamente voy hasta la entrada del edificio. Forcejeo, en un movimiento tan inevitable como inútil. Saco mis tarjetas de crédito y empiezo la tarea de abrir con ella, de atrás hacia adelante. no pasa nada. Saco mi llavero y pruebo cada llave en la cerradura. No way. Miro la hora. Son las seis dos minutos. ¿Quién me manda a entrar a ver ropa en vez de sentarme tranquilita en el banco de la plaza Brasil? Tamadre.

Subo al segundo piso (es el viaje número mil, siento), y llamo otra vez a la puerta, sólo por si las moscas. No me contestan y, también por si las moscas, giro la manilla de entrada, que ante mi asombro, cede. La puerta se abre -en realidad la abro- y todo el departamento surge ante mi vista. Me da pudor la intrusión que protagonizo y cierro. Espero un minuto y toco otra vez, abro mientras sigo golpeando y por fin digo "¡Alóooo!" No hay nadie. Me convenzo, cierro. Después decido que las cosas son por algo, así que abro otra vez, entro un par de pasos hasta el citófono y aprieto el botón del portero que, recuerdo entonces, no funciona. Shit. Descuelgo una llave que hay cerca de la entrada, cierro y bajo a probarla. No es. Subo, cuelgo la llave y cierro.

Llamo a mi amigo y le explico que estoy secuestrada en un edificio y que ya le contaré. Abro una vez más el departamento. La ventana del dormitorio da a la plaza y pienso por un breve segundo en descolgarme a lo gatúbela. Miro mi falda nueva y lo descarto. Desesperada sí, pero digna. A estas alturas odio al que dejó la puerta abierta.

Después de mucho pasearme sin decidirme a nada, entro de frentón al departamento. Bien iluminado, amplio, hasta podría yo vivir aquí. Mientras, no dejo de pensar que esto es una cámara indiscreta. Pero descubro que la segunda puerta que toqué pertenece a este mismo departamento, y que, por lo tanto, la tercera puerta, que no toqué, puede y debe ser otra vivienda. Salgo rauda, cierro y toco con vigor. Una mujer sale con cara de dormida y yo quiero besarla. Le explico que estoy encerrada, y todo en su actitud me indica que me odia. Yo, en cambio, la adoro. Y arrastrando los pies baja. Sé que me maldice en silencio, pero me abre.

Respiro el aire libre otra vez y a paso acelerado llego, diez minutos tarde, al lugar de encuentro. Él ya está ahí y me pide que le explique. Se ríe el resto de la tarde de mi historia y yo lo odio porque, de haber sido claustrofóbica, habría sido un espanto. Sonrío con sus chistes mientras me prometo nunca más cerrar una puerta sin saber si la podré volver a abrir.

martes, febrero 08, 2005

Cronopio de regreso (nostalgia incluida)

Y sí. Extrañé a mucha gente durante esas semanas. Me hicieron falta ciertas compañías en ciertos lugares, ciertas palabras y bromas, ciertas preguntas. Quería volver y quedarme, pero en realidad creo que más quería quedarme. Eso es algo que nunca confesé ni a mi madre, ni a mi padre ni a nadie de los que esperaban mi regreso, por no herir susceptibilidades (a mi mamá, sobre todo). Sin embargo cada paso que di hacia el aeropuerto de Barajas era como una pesada condena. Qué ganas de haber tenido una semana más. Qué ganas de haber dicho "no vuelvo", cara de palo. Y haberme instalado, quéseyo, con un carrito de chocolate y churros (mala idea, me lo habría bebido todo yo, y habría terminado rodando y con shock por frituras), con un restaurant de comida chilena o un puesto de libros. Por último, hacer estatua en la Plaza Mayor, y saber que en cualquier momento puede pasar Sabina, Benedetti, Ismael Serrano.

Como la cobardía es uno de mis problemas, acá estoy, extrañando el viento helado y asesino a más no poder, aunque ya me recobré del dolor físico que sentí los primeros días. Me enamoré. Adúltera por completo, olvidé los cerros de Santiago en Gran Vía, Lavapies, Calle Mayor. Dejé que la nieve de Madrid me besara en la boca, y de vuelta, el abrazo de smog de mi ciudad, aunque amable, me despierta la melancolía más pura. Ya me acostumbraré.

A los morbosos y morbosas de siempre, debo contarles que no me enganché con ningún madrileño, aunque guapos había, y por racimos. En fin, no se puede tener todo en la vida, y aunque suene a la frase del picado, la verdad es que no estaba entre mis intereses. A los suspicaces: tampoco con ningún compañero de viaje. Ni compañera, aunque más de alguna me echó el ojo, porque la sexualidad de varios de ese grupo era particularmente ambigua, ya les contaré sobre eso (en particular sobre la noche de confesiones en la que todas las mujeres reconocieron haber tenido algún romance con otra mujer, y me miraron con cara de bicho raro por ser resueltamente hetero, hasta nuevo aviso).

Perviendo la pena feroz que tendría al regresar (es lo bueno de conocerse), me dejé una semana para ir a la playa antes de volver al laburo. Lo pasé bien, fue una transición amable, de la que salí con 38,5 grados de temperatura. La fiebre me bajó rabiosamente la noche antes de entrar a trabajar.

Las cosas se pusieron color de hormiga cuando entré a la oficina y mi compañera me miró con cara de pena: echaron a nuestros dos compañeros de área. De los cuatro periodistas echaron a dos como si nada, y más encima la pega de uno de los despedidos me fue cedida dedocráticamente. Más pega, misma plata. En fin, the same old story. Estoy de vuelta en Chile, con los abusos de Chile, los problemas de Chile y las mezquindades de Chile. Si alguien sabe de alguna pega, que me avise.

Creative Commons License
Esta obra es publicada bajo una licencia Creative Commons.