El Refugio de los Cronopios


"Los cronopios, esos seres desordenados y tibios, dejan los recuerdos sueltos por la casa, entre alegres gritos, y ellos andan por el medio."

Julio Cortázar

martes, mayo 09, 2006

Miedo


"Hay gente que muere de miedo"

Norbert Lechner


"Una mañana nos regalaron un conejo de indias. Llegó a casa enjaulado. al mediodía, le abrí la puerta de la jaula.

Volví a casa al anochecer y lo encontré como lo había dejado: jaula adentro, pegado a los barrotes, temblando del susto de la libertad."


Eduardo Galeano

"No le tengo miedo al miedo", dije, y tú sonreíste. Era viernes después de Sabina, tenías un polerón, un jeans, y unas pupilas quietas, profundísimas, al fondo de las ojeras. Nos habíamos tomado la mano como un par de idiotas y hondo, muy hondo dentro del cuerpo, un aleteo loco sonaba a inauguración. Comenzaba la temporada de conejos. Tú, todo mirada, no hablaste.

(Cómo me jode en el presente el pretérito imperfecto).

Después vino tu declaración de que no podías tener miedo, porque estabas vacío e inmune. Fue mi turno de callar. Aprendiendo tu piel y su aroma a fantasmas recientes supe una noche que ni tú ni yo decíamos la verdad. Temblábamos sobre los edificios, desenterrando sílabas, clavando garras tiernas, y en esas horas de no dormir el pánico daba vértigo, aunque no se dijera. ¿Qué voy a hacer contigo?, repetías enrollado entre mis caderas y yo no respondía, porque me habría tragado la elocuencia.

Desde las fauces del miedo me botaste diciendo que no me botabas, y mientras nos despedíamos en esa fiesta que hicimos de puro tristes, como cachorros húmedos nos olisqueamos los terrores por fin. Conjuramos la tristeza a ratos, aunque saliera de tu casa llorando a espasmos, huérfana de tus lunares, y tú quedaras, silente, pensativo, con los ojos rojos de sueño y de mí.

La ciudad se abrió como un abismo. Creímos salvarnos y no.

No.
¿Entiendes?

miércoles, mayo 03, 2006

G(ato)


Tengo un gato en la cama. Me mira con ojos de parque en otoño, fijo, mudo, y cuando parece que va a hablar, salta sobre mi cuello y me saborea como si yo fuese un enorme atún, o un queso de guardar. Digamos que el gato se llama G, que se queda quieto cuando lo acariño suavecito en el lomo, que me examina con sus iris-gato como quien decide si perdona la vida o no. Que me acribilla con langüetazos pequeñitos y bebe del agua mía.

Tengo un gato en la cama. Se para sobre mi ombligo y allí se aurruca, panza con panza, hasta que tengo celos de mi abdomen, lo tomo en brazos, le ronroneo cerca de las mejillas y le limpio las orejas mientras él cierra los párpados con deleite felino y verde. G se despierta después de unos minutos y me muerde. Yo lo muerdo de vuelta, y jugamos a eso hasta que no se sabe quién fue el comedor y quién el bocado.

Tengo un gato en la cama que se ríe porque yo pelecho más que él, que se queda enrollado en la sábana cuando me voy temprano, dueño de todo. Tengo un gato que me acepta a veces en su casa en el aire, que luego se va por la ciudad, feliz, desasido de todo. Tengo un gato que no tengo, un gato que me tiene a mí.

En su cama, el gato tiene una mujer que aprendió a maullar.

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