El Refugio de los Cronopios


"Los cronopios, esos seres desordenados y tibios, dejan los recuerdos sueltos por la casa, entre alegres gritos, y ellos andan por el medio."

Julio Cortázar

jueves, agosto 25, 2005

Requiem de agua para un Gato

Y entonces fue el cañonazo
de tu corazón felino
desboque de ritmos
silencio súbito
o grito

De la roca estival
resbaló toda la música
abajo
se abrían las compuertas de tu pecho
(como un río de rayos amarillos
como un río de tigres enterrados)

Boca adentro
cantó la espuma
tu estatura leve
fue de pronto agua
tu voz
agua
tu flauta
agua
tu poesía
agua

En tus ojos crepusculares
y otoñales
se confundieron las algas
buscando algas
tus pestañas saladas
rodearon un universo verde
y todo
todo fue agua

No hubo escenario
que contuviera tu deriva
ni instrumentos
para traducir a notas el dolor

Sólo agua
y tus manos como luciérnagas
adentrándose
en tu última ejecución
hijo de la tierra
crustáceo musical

Fue eso
el cañonazo
y el pentagrama quedó vacío
o acaso
lleno de agua


Santiago, 15 de enero de 2003.

martes, agosto 23, 2005

Cronopios coincidentes

Y a tu vuelta me trajiste más que el arco de triunfo, mucho más que los húmedos cafés donde nuestros alter egos literarios se sentaban a desmadejar su amor laberinto, su amor rayuela, su amor metafísico y condenado a lágrimas. Me trajiste más que las garras del absolutismo de hace siglos; me trajiste más que el aroma de historia de las mentalidades. Me trajiste la tierra entera, fragante de cruzas, me trajiste la hermosa y convulsionada frescura de la América que aprende, me trajiste el romanticismo que se te derrama a tu pesar, me trajiste la lengua confusa de tanto aparearse con otra cultura. Me quitaste la guillotina y el terror, me quitaste el silencio prologado, la soledad secreta, la intimidad abandonada.

Me trajiste la clandestinidad frenética de este amarte sin salidas, me trajiste la respuesta a tantas dudas turbias y me trajiste el suelo entero, el planeta entero después de estar un mes suspendida mientras tu rizado pelo mañoseaba con otro viento.

Yo podría dejar los pies en los adoquines saltados de esta ciudad si tuviera la certeza de encontrarte, podría traspasar una noche entera de sábanas conyugales si al fin de la última tela me esperara tu mirada revolucionaria, tu mirada bruja, tu mirada corvo que me abre las venas. Yo podría ser el bastión de las cursilerías si me dedicaras tu mano sin sombras temerosas.

Pensé que no lo harías. Pensé que no discarías. Pensé que era natural que no me extrañaras, pensé que después de todo no somos ni siquiera amantes, que es todo intrincado y que las hormonas están sólo de esta orilla. Pensé que mi voz no te hacía falta, que a tu corazón no he llegado ni remotamente y que esta apuesta kármica era sólo mi obstinado espejismo. Y cuando a mi garganta llegaba este torpe y áspero sabor de verdad mi teléfono sonó. Y estaba tu nombre del otro lado. Estaba tu porte de abismo en esa acera recién llegada, tu bellísima voz de gato ronroneando, tus mensajes asépticos con la lujuria en las entrelíneas y la urgencia de verme, de hablarme, de saberme en un lugar de tu patria. De mi patria.

viernes, agosto 19, 2005

Posdata

Dicen que cuando las penas dejan de doler, uno puede hablar de ellas. Con este escrito atrasado sobre una historia del pretérito (imperfecto, siempre imperfecto) celebro el final de un duelo. Salud por los nuevos comienzos.

Nuevos modos de habitar esta ciudad. Los codos gastados en los mesones. La poesía entre copa y copa, tu sombra en Nietzche, tus sonrisas en el Marqués de Sade, el hombre de Vitruvio en tu pared, tu cuerpo en los lienzos. Ráfagas de aroma, sonidos primitivos, un rayo de luz colándose en la noche, tu vaivén y tu pelo.

No me gustabas hasta que me gustaste. La culpa de todo la tuvo el Rodelbann, el olimpo que nos inventaste, la ciudad que pusiste a mis pies. Las estrellas dándote la razón, un planeta opaco reflejando la luminosidad de tus dientes, el mapa del firmamento en tu discurso. El principio de incertidumbre como un augurio. Hasta ese segundo no lo supe. No estabas siquiera en las posibilidades de mis posibilidades. Eras una anécdota.

Los jadeos estampados en la memoria de los tímpanos me atormentan. Me duele la respiración que se acompasa una y otra vez, las palabras que me golpeaban, que me acariciaban la garganta por dentro, que me frotaban las desesperanzas, que giraban como un remolino vertiginoso, chocando con los muros de tu pieza. Me duelen tus preguntas ligeras, la risa acompañándote en el abrazo y las discusiones. Tu acento rotundo, la última letra de cada frase irónica resonando un segundo más del necesario en el aire. Aprendí a imitarlo, pero ahora esa clave no abre más ninguna puerta.

Tus gestos como una constante sorpresa, como el hallazgo de tu humanidad sensible, como el desentierro de una ternura remota. Una flor al borde de la muerte, un chocolate congelado, un poema de Rimbaud poblando la madrugada, unas páginas de Gonzalo Rojas sellando mi pertenencia a tu mundo, una invitación no consumada, un miedo desatado.

Los días como una montaña rusa, queriéndote del modo más precario, radiante, perdida, perdidísima, desorientada sin que me importara porque al fin de mis dedos estaba tu geografía. Y los países que inventamos, y las canciones que cantaste, y las danzas que bailé. Las camas como estación terminal de toda conversación, los teléfonos como una maldición estridente, la gente como testigo inservible de estas ruinas que hoy acaricio.

Los apelativos recién estrenados se fueron, presos en tu saliva, enredados en el filo inapelable de tus pestañas. Pequeño dinosaurio blanco, conjetura imposible, semilla feroz, mordisco quemante, lanza veloz, la caricia más profunda. Pusiste tu cadáver sobre la mesa. De sangre a sangre nos entendimos, nos encendimos, y hoy estoy yo en la superficie helada. No estoy siquiera en las posibilidades de tus posibilidades. Soy una anécdota. Y una palabra que cae temblando desde el invierno.

miércoles, agosto 17, 2005

Manifiesto

Creo en los azares trascendentales. Creo en las elecciones por extraños motivos, que luego revelan ser pretextos. Creo en unos ojos insospechados enfrente de tus preguntas, cuando no lo esperabas. Creo en los sentidos que se desnudan cuando la razón se piensa victoriosa.

Creo en Kairòs.

Creo en ese ínfimo instante en el que los caminos se enlazan y alumbran las oscuridades. Creo que casualidad y causalidad son sinónimos encubiertos.

Creo en el asombro permanente, en la continua disposición de ver. Creo en lo que viene sin que uno se lo proponga. En los libros ocultos en las bibliotecas, polvorientos y pacientes, esperando ser leídos por alguien en particular. Creo en las canciones que asaltan los tímpanos para gritar su mensaje.

Creo en las botellas en el mar. Y creo en las orillas coincidentes, en la mano que las recogerá, en las islas que tienden puentes con un papel o una palabra como único material resinoso.

Creo en los azares trascendentales. En todos los azares. Ésos que, en conjunto, los griegos llamaron destino.

domingo, agosto 14, 2005

El voyerista del motel

Sé que es horrible contar las vivencias ajenas, pero juro que sólo lo hago porque la anécdota vale la pena. En cualquier caso, no revelaré la identidad de quien me relató esto.

Supongamos que era una noche de invierno en Santiago. Mi amigo lucía con éxito sus mejores dotes conquistadoras con una chica bastante esquiva que lo traía de los pelos desde hacía ya algún tiempo. Supongamos que fueron a cenar a un lugar bonito y que pidieron vino abundante. Supongamos que él se puso cariñoso de modo planificadamente espontáneo, y que ella respondió, acostumbradamente sorprendida.

El caso es que -ya fuera de toda suposición- llegaron hasta aquel famoso motel de calle Marín para continuar la cena, esta vez con otro menú. Todo anduvo bien, según cuenta él (no quisiera dudar ni tampoco imaginar detalles que no me competen), y ya estaban en el cigarrillo de rigor cuando todo sucedió.

Desnudos, abrazados, conversando anda a saber tú qué cosas, sintieron que la puerta de la habitación estaba siendo forzada. Era de esas puertas que se cierran por dentro, pero que por fuera tienen una ranura que rápidamente obedece al giro de una moneda de cien pesos. Parece que era justo lo que tenía en la mano la persona que intentaba abrir, porque, tras cinco minutos de lucha -eternos y aterradores minutos para la pareja- abrió.

Y no sólo abrió: además entró. Él pensaba "esto no puede estar pasando, esto NO ESTÁ pasando", y dudaba entre abalanzarse contra el intruso para defender a su chica y quedarse acostado, tal vez hacerse el dormido para no encarar el atroz bochorno.

El intruso, ebrio -pero vestido- caminó unos pasos por la pieza, y mi amigo, sin saber cómo debía reaccionar ante tamaño inconveniente, le dijo, desde la cama y con las sábanas al cuello "está ocupado". Como él pareció no oírlo y seguía avanzando, volvió a decir "está ocupado", esta vez con voz autoritaria.

El tipo los miró sin prisa, y se fue tranquilamente. Mi amigo saltó entonces -en cueros- de la cama y afirmó la puerta, no fuera cosa de que el otro se arrepintiera. Le ordenó en tono comando "¡vístete!" a la acompañante, mientras él se cargaba contra la madera con todo su peso -que no es poco.

Un poco paranoica, patidifusa, la chica se vistió, ya despojada absolutamente de toda sensualidad y erotismo, y sólo cuando estuvo vestida mi amigo abandonó su puesto para vestirse él.

Cuando salieron, el tipo todavía estaba afuera, vociferando para que le trajeran un par de "niñas" a su habitación, ante la súplica de quienes atendían el motel para que se fuera de una maldita vez.

Él me lo contó riéndose, pero a mí me pareció hasta peligroso. Si a eso le agregamos el mito urbano de las cámaras en los espejos, no sé si me interesa volver a pisar un motel alguna vez. Creo que no... aunque dependerá del estímulo, supongo.

viernes, agosto 12, 2005

Convención de hombres

Anoche tuve un sueño que podría parecer perfecto, pero en rigor era terrible. Era una isla del fin del mundo (o sea acá mismo, a la vuelta del mapa), en terrenos tan verdes como despoblados. Era una especie de fiesta enorme, algo como el banquete de Babette (ya sé, ustedes son muy jóvenes para haberla visto, pero qué demonios, me gustan las películas viejas), un encuentro de mucha gente. Sobre todo, de hombres. Y eso, que suele ser la fantasía de muchas, era en realidad una pesadilla: todos los hombres que he querido, que quiero o que pienso querer estaban en el mismo sitio, conversando entre ellos, como en un cuadro surrealista, como en una despreocupada velada del espanto.

Debe haber sido un delirio gatillado por varios factores: 1) La sucesión de merlot, pinot y cabernet que bebí recientemente en El Parrón, aun no estando acostumbrada a beber, por lo que todavía puedo sentir los efectos. 2) Mis ganas de encontrarme con el Gigante, que se vieron frustradas cuando vi que mi trabajo se extendía más de la cuenta. 3) Mi inauguración de una nueva cama, que desató mis lujurias más recónditas –triste, porque el estreno fue totalmente a solas-, y que, supongo, terminó por convocarlos a todos juntos.

¿Saben lo que puede ser que esos ex-actualesy/o-futuros estén en un lugar común, conversando, comentando anda a saber tú qué anécdotas, discutiendo de política? Incluso había un hombre de 57 años, que me abrazaba cada cierto tiempo ante el horror confirmado de mi papá y mis ganas de hacer como que nada.

Para mí, lejos de un episodio erótico, o siquiera de alta autoestima, era la vulnerabilidad misma. Ellos conocen tus fortalezas, tus mentiras y tus cobardías, cada uno tiene un trozo de ti, trozos que sumados terminan por desarmarte y amenazarte. La intimidad que había tenido con cada uno de ellos, y que permanece como un guijarro subterráneo, como una chispa secreta, se ventilaba abiertamente, y mi vida afectiva se vaciaba así de todo sentido. La instantaneidad de todo el amor de mi vida era en verdad monstruosa.

Recuerdo vagamente que me perdía en la isla con el Gigante, y que iba a buscar al Coloso, que esperaba en un taxi. No sabía cómo volver, el Castor esperaba en la casa con el resto y no había celulares. Ni redes posibles, porque allí nadie era amigo de nadie, todos estaban unidos a mí por diferentes motivos, algunos más que otros, unos antes que otros, pero la comunicación era una sucesión de monólogos, y yo una desesperada más con el corazón en vitrina.

Por otra parte, cualquier gesto de ternura hacia alguno era imposible. La publicidad de la situación impedía todo acto. Un movimiento, un solo movimiento y todos esos hombres –la mayoría de ellos exiliados de mis emociones hace bastante- tendrían el flujo de mis sentimientos en sus manos, sabrían todo sobre mí, porque somos siempre un poco lo que amamos. Qué situación de mierda.

Menos mal que me desperté. En total soledad. “Es lo malo de mezclarlo todo”, alcancé a pensar antes de bajarme de mi nueva cama. Por una vez me pareció que el tiempo hace bien en guardar a cada uno en su lugar.

martes, agosto 09, 2005

Matrimonio (comedia en dos partes)


El sábado pasado fui a un matrimonio con el Mati. Esa oración, que parece tan simple, me costó en realidad bastante más que lo que podría suceder, aunque, a fin de cuentas, terminamos riéndonos de nosotros mismos, como siempre.

Capítulo I: la ropa

El Mati me pidió que fuera con él por embrolladas razones que no viene al caso detallar. Como la buena amiga que soy (y porque no es fácil resistirse a comida y baile gratis) le dije que sí, pero en ese momento comenzó un pequeño calvario: mi falda regalona para casos así estaba en un lugar bastante alejado de mis posibilidades cotidianas. Para decirlo claramente: se había quedado en casa de Barny (que no es un dinosaurio) tras una animada fiesta para celebrar los 60 años de su padre. El asunto suena simple, salvo por un detalle: con Barny tuvimos una amistad íntima que terminó en perfectas condiciones formales, pero me dejó a mí en pésimas condiciones reales. Es cierto que fue hace dos meses, pero eso no hacía menos incómodo llamarlo para pedirle una prenda que se quedó en su habitación tras una noche compartida. Me daba bastante pudor, en realidad, aunque mi necesidad de la falda fue más fuerte. Lo llamé y él –que es todo un caballero- prometió llevármela.

El sábado en la mañana supe que la espera no era el mejor método, y le pedí a mi mamá que me acompañara a su casa (en el otro extremo del planeta). Lo llamé para avisarle, pero dormía. Tres minutos después me telefoneó y me ofreció irme a dejar de inmediato esa maldita falda. Una hora más tarde estaba en mi casa con su familia en pleno y la bolsa en la mano. Qué bochorno.

Superado el trauma, tenía lo principal. Pero, horror: faltaban blusa y zapatos. Una tarde completa en el mall, el sábado antes del día del niño; habría llorado a gritos. Unos zapatos puntudos hechos como para mujeres con un solo dedo enorme en cada pie, y altos como si fuera la competencia de quién se destruye antes el empeine me hicieron desistir. Iría con las sandalias negras de charol. Con las blusas era lo mismo: entre tanta liquidación era imposible encontrar una blusa de fiesta linda. Misión abortada. Mi polera regalona y punto.

Capítulo II: la fiesta

Después de todo conseguí mezclar los accesorios para verme digna. Mi blancura, eso sí, era preocupante. El Mati llegó perfectamente vestido, con sus colleras ocultas (le dijeron que la gracia era lucirlas, pero no hizo caso, y compró una camisa prácticamente de manga corta), y dijo los piropos de rigor.

A la entrada del hotel donde sería la fiesta me acordé de preguntar los nombres de los que se casaban para no pasar de colada y rota, pero terminó sucediendo igual. En la entrada del salón estaban los padres de los novios, pero los mozos y el personal del hotel estaban también tan elegantes que pasé de largo, creyendo que eran parte del staff. Sólo comprendí mi horrible error cuando Matías los saludó efusivamente. 500 puntos menos para mí.
Nos sentamos y yo me prometí portarme como un ser relativamente normal. Pero llegó la oficial del registro civil y era tan gracioso el modo en el que hablaba, como en un sermón grabado, que no pude evitar reírme, y poner caras con los ojos cruzados, lengua afuera, ahorcada, ceja arriba y toda la variedad de muecas que uno pueda imaginar. Mi amigo me suplicaba silencio y discreción, pero su risa me demostraba que opinaba lo mismo que yo.

Durante el cóctel –una sucesión de misterios que probé y derivé a mi amigo-, los compañeros de trabajo del Mati se acercaron para interrogarlo sobre su nueva pega y hacer los típicos alardes que hacen los hombres. Por supuesto, quisieron saber la naturaleza de nuestra relación, y él se divirtió haciéndoles creer que estamos ad portas de casarnos nosotros mismos para dejarlos conformes en su morbosidad Opus Dei. Descubrí que es un excelente actor.

Lo terrible vino en la cena: nuestra mesa era para cuatro, pero la pareja que nos acompañaría no había ido. O sea, solos al medio del salón. Frente a los novios, que eran dos perfectos desconocidos para mí. Cada vez que el novio hablaba, agradeciendo la presencia de TODOS porque cada uno era importante y había sido especialmente invitado, algo como un vacío en la guata me impulsaba a mirar mi copa. El momento crítico fue el de la foto: mientras posaba frente a la cámara, me parecía oír a los novios en 10 años más, cuando se separen, discutir acerca de quién invitó al par de pelagatos. Esa sola imagen me hacía sonreír.

Siguiendo con nuestra etiqueta de “los solos de la fiesta”, nos pusimos a bailar sin pescar a nadie más, y nos divertimos bastante. También conversamos, lo malo fue que nos pusimos a discutir con tanta vehemencia sobre el mercado profesional que el novio llegó a preguntarnos si estaba todo bien y si alguien me había tratado mal como para que yo estuviese tan enojada. El Mati explicó que yo soy una enfática y todo quedó en nada.

Al final, el balance fue positivo, aunque no me cabe duda de que nos ganamos un par de enemigos nuevos. Por suerte el Mati ya no trabaja con ellos. Para la próxima, si alguien me quiere invitar, que me avise con tiempo, o que lo piense dos veces.

viernes, agosto 05, 2005

Dieta


Hoy inauguré mi dieta número 220 en este año. Ya sé que no suena muy auspicioso, y si lo escribo es precisamente para obligarme a cumplir conmigo misma. Con horror veo navegar la aguja de la balanza por cifras irreproducibles, cada vez más altas, como si se tratara de una carrera por ganar kilos. Me empiezo a sentir como Bridget Jones, aunque sin galanes, por desgracia.

Esto de las dietas es perverso y cruel, pero no hay opción. Es como depilarse: a nadie le gusta pero todavía no se inventa la moda afelpada para las mujeres. Claro que la cera duele, pero no da hambre, y eso hace que para mí sea más fácil estar tersa que delgada. Además, la invariable regla de Murphy hace que en el exacto momento en el que uno se propone bajar de peso, todo el resto del mundo inicie orgías gastronómicas enfrente.

Hoy, por ejemplo, me levanté con un solo pensamiento: no comer. Casi obsesionada con esa idea, partí a tomar desayuno con mi amigo Gigante –mal comienzo para un régimen. Pedí un café, sin azúcar y me dispuse a la tortura matinal. A riesgo de perder el colon, bebí ese amargo brebaje imaginando que se trataba de jugo de frambuesa (no resultó). Ante mis ojos, mi partner se extasiaba con un sándwich jamón-queso, chorreante, humeante, crujiente. Ñam.

A las 12:30 mi estómago era un carnaval de reclamos, y el café me mordía por dentro. Obligada por las circunstancias, tomé un yogurt dietético, tan malo como el café sin azúcar, pero a esas alturas me daba lo mismo. Juro que hasta lo encontré sabroso. Gracias a eso subsistí hasta el almuerzo, hora en que una sopa china -¡más líquido!- vino a disimular mis ganas de comerme una tarrafajita o unos sorrentinos de ricota. El resto lo he subsanado con botellas de agua. Parezco una cama líquida, camino y sueno, mi guata es una piscina y esto recién comienza.

No debo haber bajado ni medio gramo y ya quiero lanzarme a las galletas para olvidar este día terrible. Para colmo de males, mañana tengo un matrimonio –que no es el mío, por suerte, que con vestido blanco parecería una torta de merengue-, y no sé de qué modo voy a resistir. Estaré salvada si sirven mariscos o sushi. Una posibilidad es que me emborrache con el cóctel inicial, así estaré demasiado borrada como para comer. Claro que eso podría hacerme perder al amigo que me invita. La otra opción es dar vuelta el plato como distraída, para no tener alternativa, pero seguro que me traerían otro. O ponerme una gargantilla MUY apretada, de modo que me impida tragar.

No crean que esta es una experiencia nueva para mí. Lo he vivido varias veces, algunas con relativo éxito. En la universidad, por ejemplo, podía pasar la mañana entera con una botella de cocacola light y un bigtime de fruta. Pero eran otros tiempos, y mi amiga Ivonne me acompañaba en las buenas intenciones. Almorzábamos un deslavado budín de verduras, con una vienesa cuando queríamos golosear, y luego nada hasta la noche. Una manzana, cuando mucho. Hubo otro tiempo en el que mi almuerzo era una leche cultivada y un paquete de ramitas. No era nutritivo, pero servía para bajar de peso.

El problema extra es la plata. En la universidad, comer poco era también un modo de ahorrar. No podía comprarme todos los postres, porque además de engordar me quedaba sin lucas. Ganar un sueldo –así sea misérrimo- me ha permitido darme algunos gustos, que también se han trasladado a lo gastronómico. Eso es una catástrofe.

En este segundo odio minuciosamente a todas las idiotas que pueden comer cualquier cosa sin temer el ataque de los rollos, la raza maldita que parece no digerir nada. He comenzado mi batalla contra mi propio expansionismo. Ya les contaré cómo me va; hasta entonces, no me inviten a cenar.

miércoles, agosto 03, 2005

Tres escritores feroces y una cronopio lectora


A modo de prolegómenos: los personajes de esta historia son reales. Sin embargo, sus identidades han sido protegidas para resguardarme de potenciales portadas en LUN y de invitaciones a SQP, Primer Plano y cuanta cosa farandulera existe.

En general pensamos en los escritores como personas serias. Quiero decir que hasta hace algunos años imaginé que los autores de libros eran gente bromista, irónica, pedante, pero en general no tan desmedida como el común de los mortales. También creía que eran relativamente inmunes a los ejercicios de ego inútiles, que muchos de ellos habían encontrado la sustancia de la vida. Todos estos pensamientos ingenuos comenzaron a venírseme al suelo cuando me puse a escribir. Era claro que si yo, que soy una tipa enferma de contradictoria, competitiva y absolutamente ordinaria, podía mezclar letras con mediana habilidad, cualquier otro idiota también podía, lo que implicaba que un escritor es, a fin de cuentas, cualquier cosa menos un elegido.

Si mi razón dictó ya hace mucho que los ‘cagatintas’ son personas absolutamente corrientes, con la salvedad de que pueden contar sus perversiones y frustraciones de buena manera, mi espíritu primitivo ha mantenido, sin embargo, cierta predilección ilógica por este tipo de hombres. Escritores de mi edad he conocido algunos, aunque por cierto, todavía no son leyenda. Tal vez por eso sea que me han parecido sensatos, sensibles y buenos amigos. Mi mala opinión respecto de los ‘famosos’ es, en cambio, la que se ha acrecentado.

Mi primera experiencia del tercer tipo (no grado tres, ojo) con un escritor la viví hace cerca de dos años. Trabajando ya en cultura, me tocó entrevistarlo, recién llegado de una misión diplomática bastante polémica (¿adivinan?). El asunto fue más entretenido de lo que esperé. Era un hombre simpatiquísimo, amable a pesar de la fama, y yo había preparado mucho la entrevista, de modo que quedamos mutuamente bien impresionados. Aseguró que en adelante podía pensar en él como “mi amigo” y que lo tuteara. Salí flotando del encuentro, intelectualmente hablando.

Aunque sobra decirlo, lo diré de todos modos: no me gustaba. Es un tipo de alrededor de 70 años, como de 150 kilos de peso. Comprenderán que no respondía precisamente a mi prototipo de ‘mino’. Poco tiempo después él ganó un importante y millonario premio internacional. Lo celebramos con un almuerzo en el Atelier del Parque, donde me regaló, además, un mega libro de Mario Toral, que me tuve que llevar a duras penas, porque pesaba aproximadamente lo mismo que yo. Ese día me di cuenta de que sus sentimientos hacia mí no eran del todo “amistosos”, a juzgar por el correo que recibí de él a las pocas horas. Su libidinosidad fue in crescendo, yo comencé a evitarlo, pero cuidadosamente. Tampoco es llegar y enemistarse con uno de su talla. Sus intentos incluyeron regalos varios –nada excesivamente suntuoso, en todo caso-, abrazos a la menor provocación, patéticas tomadas de mano a lo pololo en plena calle y un beso en el cuello que fue mi límite. Dejé de contestar sus mensajes. Este año tuve que entrevistarlo de nuevo. Hice acopio de valor y le escribí. Nos juntamos otra vez. Me llevó un regalo otra vez. No paró de insinuarse otra vez. Perdió, de ese modo, ‘amiga’ y lectora. No puedo tomar sus libros –que solía disfrutar- sin una profunda sensación de repugnancia.

Lo segundo fue menor: un poeta conocido, sureño, pero que vive en Estados Unidos, enseñando en cierta universidad que no nombraré. Su poesía es una de mis favoritas, por sus giros, coloquiales, por su diversidad de temas, por su ingenio. Ahora que lo pienso, más que poeta, bien podría haber sido una versión caucásica de Felo. Same old story: entrevista, tus preguntas son muy inteligentes, gracias, me encanta su obra, qué poemas tan lindos tiene, son para engatusarte mejor, qué habilidad de palabra tiene, es para convencerte mejor, qué ironía tan aguda tiene, es para comerte mejor. Dame tu número para preguntarte nosequé de la entrevista, ¿aló, quieres almorzar? y todo eso. Mismo modus operandi, como si se hubieran pasado el dato o hubieran ido a una escuela de verdes depravados. Huí a tiempo, eso sí, apenas vi el maligno brillo de sus ojos azules al ofrecerme postre.

Lo último ocurrió hace sólo una semana. En honor a la verdad, hay que hacer salvedades: se trata de un tipo considerablemente más joven que los septuagenarios anteriores. Sus 44 me parecen casi tiernos en comparación con los seniles malpensados. Lo otro: no fue jamás ni grosero ni evidente. Se lo tomó con calma, a pesar de que su visita a Chile era sólo de 5 días y luego regresaba a Sevilla. Resumamos: la consabida entrevista, la consabida buena onda, el consabido llamado, la consabida invitación. Y sus dobles intenciones detrás de tanta galantería. Claro que en este específico caso no me molestó –y esa es la tercera y más importante diferencia- porque él me parece de lo más atractivo. Puedo decir que fui la última persona con la que estuvo en Chile antes de ir al aeropuerto. Me regaló un libro con una bella dedicatoria, me leyó dos de sus cuentos, me cantó muchas canciones de Pablo Milanés, Silvio y Aute. Me hizo cariño en la cara y en el pelo. Era guapo y olía bien. Nos hemos seguido escribiendo.

Aunque mis tres experiencias han sido diferentes, hay una constante que me inquieta: la paradoja de que, encontrándome todos ellos inteligente, hayan tenido sin embargo una fijación carnal conmigo. ¿De qué sirve entonces pensar? ¿Cuál es la ventaja de tener cerebro si ellos se fijan en mi escote? ¿Cuál es la diferencia entre la mujer que busca un escritor y la que busca un futbolista? Tal vez piensen que una chica que aprecia lo intelectual no se fija en el aspecto, cosa que es bastante relativa. Creo que en lo sucesivo, y a menos que tenga certeza de que se trata de escritores jóvenes, haré mi trabajo por teléfono. O haré que mi admiración cierre la boca.

lunes, agosto 01, 2005

La fonda VIP

Ya sé. Es una vergüenza. Hace demasiado tiempo que no escribía nada en este lugar. Me doy con un canto en los dientes, pero créanme que no ha dependido de la voluntad. Ni siquiera de la inspiración. Simplemente me he transformado en una esclava a tiempo completo de distintos proyectos, trabajos, trabajillos y pitutos. Sorry.

Mientras ahorro minutos para escribir la próxima columna, que versará sobre mis experiencias del tercer tipo con escritores, transcribo esta otra, que publiqué hoy en El Mostrador.cl bajo un seudónimo...



Hasta hace no tanto tiempo, la designación VIP quería decir Very Important People. Eso significaba gente realmente importante, influyente, aunque se tratara de una discriminación odiosa que la mayoría de las veces nos recordaba nuestra condición de seres comunes y corrientes, sin derecho a salas especiales en discotheques, aeropuertos y boites.

En honor a la verdad –y para que no se crea que me interesa mantener esa distinción elitista, clasista y contraria por completo a mi forma de relacionarme con el mundo-, hay que decir que siempre se ha tratado de una brutal y terrible constatación de la brecha que separa a esos pocos elegidos del resto de los pelagatos.

Si la denominación “VIP” ya me parecía absurda, ahora, además, me parece mentirosa. ¿Se han fijado en la fiebre de lo VIP en la televisión? Cualquier cosa merece el calificativo. Nos vendieron la mula con una versión remozada de La Granja, haciéndonos creer que se trataba de “famosos”.

Es cierto que en un país chico, maletero y chupamedias como el nuestro ser conocido no cuesta demasiado, pero aún así, a la mayoría de las personas reclutadas en el encierro de Pirque les habría quedado mejor el adjetivo "chanta" . ¿Javier Estrada? ¿Quién sabía algo de él, además de su tendencia a rasgar vestiduras en el escenario? Que ahora todo Chile lo conozca (y la mitad femenina lo ame) es otro tema, pero cuando llegó no era precisamente un tipo que tuviera que andar con escolta. ¿Y Elektra? ¿Era realmente un rostro de referencia en nuestro jet set rasca, siquiera? Poco me interesa –para estos efectos- si las personas elegidas son buenas o si resultaron ser atractivas mediáticamente a la larga, pero no andemos con cuentos: La Granja 2.0 era de “famosillos” y eso; jamás VIP.

Y si saco esto a colación es porque desde hace poco más de una semana se viene promocionando otra supuesta conjunción estelar televisiva: Rojo VIP.

Seamos serios: nadie puede pensar que, a estas alturas, alguno de los concursantes del “Rojo de los famosos” es realmente más famoso que cualquiera de los que están desde hace ya tiempo en el programa de Rafael Araneda. Si las galas se pueden programar tranquilamente un fin de semana, si los cantantes del espacio han revitalizado la industria, si una niñita de seis años puede vender miles y miles de copias es porque ellos sí que son conocidos.

¿Alguien podría decir que a estas alturas Buddy Richard convoca más gente que Mario Guerrero? ¿Quién podría pensar honestamente que Patricia Frías es más VIP que María Jimena Pereyra?

Bien lo saben los que se negaron: una cosa es la nostalgia y otra cosa es querer hacer pasar gato por liebre. Zalo Reyes fue cauto: la experiencia de comerse una cebolla bajo la hipnosis de Tony Kamo sólo por el espectáculo lo dejó curado de espanto y esta vez dijo que no. Cecilia, la incomprable, tampoco quiso entrar en una competencia con sus compañeros de generación, y se abstuvo en nombre de la dignidad de los ídolos.

María José Quintanilla es la cantante que más discos vendió en Chile en un momento. Se llevó una gaviota en la Quinta Vergara y tiene un programa para ella sola: Rojito. ¿No es eso más fama que con la que cuenta a su haber Wildo, por ejemplo?

Concedo que hay baluartes de la canción, viejas leyendas que tuvieron su momento de gloria. Pero son eso: viejas leyendas. No sé si a estas alturas valga la pena poner a Luis Dimas a pelearse el escenario con Cristóbal. Y, personalmente, me asombra y me entristece ver a Óscar Andrade –a quien admiro sinceramente- en esas lides.

Con justa razón REC ha decidido hacer una “Micro VIP”. Cualquier cosa puede entrar en la categoría ahora, y me pregunto si no será tiempo de desechar una clasificación que, además de nacer marcada por la discriminación, a estas alturas ya no dice nada.

Y para los “creativos” que siguen la corriente, algunas ideas gratis. Una “pichanga VIP” entre jugadores de segunda división; una “fonda VIP” con estrellas como la tía Pucherito, Pat Henry, René de la Vega (¿recuerdan? “Vaaaaas, chica rica...”), el Dandy chileno, Pancho del sur, Karen Paola y Willy Benítez. También podría hacerse una kermesse VIP internacional, con invitados como Melody, Pablito Ruiz, Xuxa y Paolo Meneguzzi. Todo un suceso.

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