El Refugio de los Cronopios


"Los cronopios, esos seres desordenados y tibios, dejan los recuerdos sueltos por la casa, entre alegres gritos, y ellos andan por el medio."

Julio Cortázar

jueves, abril 21, 2005

Barny (no es un dinosaurio)

Anda a saber tú si es por ego elemental, por falta de tiempo o por ceguera en grado máximo, lo cierto es que generalmente no escribo acerca de la gente que me rodea. Me doy cuenta de que cometo el error que cometemos todos los malditos autorreferentes. En cualquier caso, y como esto no es una terapia, voy a hacer una excepción en esa regla. Todo porque tengo un amigo (y sí, no pongan esas caras, es un amigo) de esos que me superan en vivencias freak. Creo que postula a destronarme.

Lo llamo para verificar la hora en que nos juntaremos. Barny (que en realidad se llama Felipe) contesta con un tono de voz solemne, y declara, casi vociferando, que está detenido en la Primera Comisaría, que está mojado por completo y que si sale a una hora decente me llamará para que nos juntemos. Me sorprende que no haya descartado de plano la posibilidad de encontrarse conmigo en tales circunstancias. Le pido detalles de su detención y me explica que quedó la cagá en el centro, durante una marcha estudiantil. Y claro a él le gusta estar en el núcleo de esas revueltas. Anoche, sin ir más lejos, partió al Congreso, a gritar a los diputados para que no aprobaran una ley que finalmente aprobaron igual. Y a él tuvieron que desalojarlo.

Barny es de esos seres humanos que encabezan las marchas, lo que no deja de asombrarme. Y tiene una suerte horrible. Peor que yo. Hace un par de semanas fue a buscarme a mi casa para que nos tomáramos un café. Sólo por conversar le pregunté qué tal había estado su semana, y me contó que la noche anterior lo acuchillaron. El asunto fue simple: unos tipos hostilizaban a un amigo y él, por tratar de calmar los ánimos, salió prácticamente con un hombro de menos. Y ahí estaba, con cara de recién duchado, con un parche curita en el cuchillazo y sin haber ido siquiera a un consultorio.

A la semana siguiente, me llamó eufórico. Le habían robado la radio del automóvil, y de pasada, le habían cortado algunos cables, por lo que tampoco tenía bocina, ni luz intermitente, ni luz interior. Pero lo peor vino a los dos días, cuando se dio cuenta de que también le habían robado la caja de fondos de la federación de su universidad. Para pasar las penas carreteamos con otros amigos y amigas. A la salida del carrete, ¡le habían robado el espejo del auto! Convenientemente, evité confesarle que soy yeta. No quisiera perder su confianza por un asunto tan nimio.

Además, a estas alturas, ya no sé quién llama más a la mala suerte, y siempre es un alivio pasar piola.

martes, abril 19, 2005

Corazón

Nota aclaratoria: Medité mucho sobre si debía o no incluir este escrito en este blog. No tiene que ver ni con el tono ni con las temáticas de las otras. Pero decidí ponerla porque es tan mía como las otras, con los riesgos que implica. O sea que perdonen la tristeza, como dice Sabina, y ya volveremos a lo nuestro.

Esto es lo que me pasa: bajo el volumen de la televisión, apago la luz y me giro, abrazando a mi mono Tulio Triviño. La tela de su cuerpecito contra mi pecho hace que mi corazón suene más fuerte. El silencio me hace consciente de su existencia. Entonces siento cada latido como un golpe de tambor, como un espasmo horriblemente trabajoso y fuerte, como una maratón adentro de mis costillas. Y me da miedo.

Pienso en el momento en el que se puso en marcha, en la cantidad de veces que debe haber recogido y bombeado mi sangre, en el trabajo que le espera el resto de mi existencia y me da vértigo. Aprieto más fuerte el muñeco, trato de no respirar por un par de segundos y entonces el sonido se hace más poderoso. Temo que explote, que se detenga de pronto, que haga una huelga de sangre procesada y eso sea todo.

Pienso en el corazón de mi abuela, que lleva mas de 90 años de trabajo y todavía no se cansa, y comienzo a tranquilizarme. Cierro los ojos, busco el sueño al otro lado de los párpados y justo entonces me acuerdo de las personas cuyos corazones han desertado. Me parece irrisorio que mi vida dependa hasta tal punto de ese pequeño musculito, de esa vasija que se llena cada segundo, de esa mínima estructura que mi güely les saca a los pollos y se come.

Pienso en los hombres a los que he amado y es entonces cuando más temo, porque me parece que tengo cada vez menos espacio, y que ya he copado la cuota posible. Me parece que la sangre fluye más trabajosamente y los latidos se hacen furiosos. Me parece que la contracción se hace violenta, escupiendo todos los nombres que intento recordar y no recordar.

Pienso en las personas que han amado mucho. Mucho más que yo, que soy una egoísta, desde luego. A esas personas a veces les han disparado en el corazón, tal vez para que dejen de amar. Yo, francamente, creo que el amor, si está en algún sitio, es en el estómago. Me convenzo de que tengo razón y desplazo mis afectos del pecho a la guata. Pero no termino de estar segura.

Pienso en los hechos que podrían hacer que mi corazón explote. Hay varios, y cada vez que doy con uno, la garganta se me estrecha y tengo más miedo. Respiro profundo, empiezo a contar los golpes. Pero no puedo, porque cada latido son dos golpes. ¿Contaré golpes o latidos completos? ¿Contaré diástoles? Cuento el movimiento completo, sumo maquinalmente. Cuando llevo 31 latidos pienso en ti. Al llegar a los mil estaré durmiendo y tú aparecerás. Sacarás a Tulio de mi lado y te acostarás en su sitio. Me destaparás suavemente y me apartarás el cabello de la cara. Pondrás tu mano izquierda en mi pecho y yo seguiré durmiendo. Me dirás algo al oído. Entonces, mi corazón estallará.

lunes, abril 18, 2005

Manual para conquistadoras

Alguna que otra amiga me ha reclamado que hiciera un manual del conquistador para ellos, pero no para ellas. O sea, un manual de conquistadoras. Me parece que para que el manual funcione, tendría que ser confeccionado por un conjunto de hombres, luego de una investigación entre ellos. Pero como conozco al género y sé que se perderán en asuntos más de talla y dimensiones que de personalidad y método, he ido encuestándolos de a poco y sin que lo noten, para hacer un breviario de lo que les gusta. Y de trucos para acortar los preámbulos. Los datos que obtuve, contrastados con mis experiencias personales y las de mis amigas me han dado algo de luz sobre el tema.

Dependiendo del tipo de hombre que se quiera conquistar, los métodos varían, por supuesto. O sea que la que quiera conquistar un cadete de la escuela naval, que no lea esto, porque jamás he interactuado con el rubro, y tampoco desbordo de ganas de hacerlo. Eso hace que estos consejos sólo funcionen entre mis amigos, pero eso da lo mismo, porque sólo leen este blog las personas que son como yo. En fin, sé que entienden la idea.

1.- Escuchar y traducir. Antes de salir con un hombre tendríamos que hacer un curso para entender lo que quieren decir. Y como sé que a ellos les pasa algo parecido, no estaría nada mal confeccionar un manual hombre-mujer/mujer-hombre que permita la comunicación. Cuando un hombre dice que es súper liberal, tiende a ser una pequeña mentirita de modernidad, porque entre mujeres librepensadoras es muy mal visto el machismo que todos guardan en mayor o menor proporción. Lo mismo cuando aseguran que no son celosos. O sea que la actitud básica es la del científico: las comprobaciones de todo tipo se hacen en terreno (y hurra por eso).

2.- Escotes, pero no tanto. El ítem escotes, minifaldas y transparencias suele ser confuso. La regla general es no mostrar más de lo que el hombre va a poder tocar. O sea que, dependiendo de las prisas, serán las prendas que se usen. Por ejemplo: si es la cita número 7 y con el hombre no ha pasado nada, a pesar de la cara de amor que uno pone cada tres segundos, uno debe apurar el proceso. Digamos, con un escote en tercer grado. Algo francamente infartante. Pero si es la cita número uno con un hombre que recién se está conociendo, personalmente recomiendo discreción. O sea algo abierto, que muestre hombro, o una falda ajustada, pero hasta la rodilla, o una polera ceñida. Esto, porque nunca se sabe lo conservador que es el hombre con el que se sale.

3.- Liberal y desprejuiciada, pero intachable. A los hombres, en general, les gustan las mujeres vivaces, agudas, capaces de reír y de ser irónicas. Sin embargo, se sienten extrañamente atacados cuando se dan cuenta de que esa ironía puede alguna vez jugar en contra de ellos (como suele suceder más temprano que tarde, hay que decirlo). O sea que una puede dejar en claro que es liberal, pero tiene que demostrar que los valores son lo primero, y que, por alegre que una sea, tampoco es que se esté tirando a la chuña, o que se vaya a ir con el primer mino que se cruce en el camino (por más ganas que den).

4.- Esconde tu histeria. Los hombres –y a veces con razón- nos tachan de histéricas. Así, para convertirse en la mujer ideal, basta con hacer creer que una está por sobre esas neurosis cotidianas, y que nada puede arruinar tu buen genio. Claramente se trata de una mentira, pero cuando lo note ya será tarde. Y siempre podrás culparlo de este desfavorable cambio en tu personalidad (ya que tú antes no eras así). Cuando te tire el humo en la cara desaprensivamente, cuando mire a otra con descaro, cuando se tome tu jugo o se coma tu comida, cuando llegue media hora tarde, aprieta los dientes y sonríe. Ya habrá tiempo para vengarse.

5.- Invita de vez en cuando. No basta con parecer moderna. Hay que serlo de verdad. La mejor muestra de que se es una mujer del siglo XXI es ser independiente en términos financieros. O sea, pagar tus gastos. Esto, además de ser justicia elemental, te permite moverte libremente en la relación. O sea que si después de cuatro salidas el tipo resulta ser un pelmazo, siempre podrás desecharlo con dignidad y sin que él se llene la boca con la plata que gastó invitándote. Si él insiste en pagar, acepta coquetamente, pero promete que la próxima te toca a ti. Y cumple. Te amará.

6.- Juega a ser audaz. Este punto es crítico. A los hombres les gustan las mujeres audaces, pero muchas veces les molesta que tomen la iniciativa. Hay otros que aman a las que se la juegan, pero como nunca se sabe… mi consigna, en este caso, es: ante la duda, abstente. En las encuestas que he hecho, he descubierto que a varios les encanta tener espacio para jugar. Quitarles la posibilidad de ser conquistadores, románticos, machos recios, es quitarles su esencia competitiva. Tienen que sentirse en una carrera por ti. Es parte de su estructura. O sea que lo mejor es irles dando pautas, pero dejarles espacio para que ellos vayan dando los pasos. Esto puede tener cierta complejidad. Implica jugar con los gestos, con las miradas y con el lenguaje. Ser sutil, pero lo suficientemente clara como para que entienda las señales. Y que crea que él ha avanzado.

7.- Llámalo. A los hombres les gusta que los llamen (salvo si son casados, en cuyo caso, lo mejor es ser muuuucho más cauta). Les gusta sentir la preocupación de una mujer. Un buen gesto es telefonearlo para desearle un buen día, o en la noche, si saliste con él, llamarlo para saber si llegó bien a casa. Trata de no mantenerte en la pose de hacerte la interesante. Muchas nos hemos perdido hombres estupendos en ese juego estúpido.

No sé si alguno de estos puntos funcione. Los hombres son equívocos hasta con lo que les gusta, y bien pudieron darme datos falsos. Lo mejor, en todo caso, es sacarse las maquetas lo antes posible, que tarde o temprano te van a conocer sin maquillaje, y más vale evitar traumas. Además, y aún a riesgo de parecer cursi, si hay algo claro es que una vez que te enamoras, empiezas a amar como suelen hacerlo las mujeres inteligentes: como una idiota.

La ley de Murphy

Dicen los pesimistas que si algo puede salir mal, saldrá. Yo, que me considero una optimista a tiempo casi completo, tengo que decir que bastante a menudo he comprobado la verdad de esa máxima. Asumo que muchas de mis desgracias se deben a mi propia pajaronería, pero hay otro margen, que podría cargarse a la Fortuna, y que demuestra que no tengo precisamente la mejor estrella en términos azarísticos. A ese margen pertenece lo que me sucedió el jueves pasado.

Comencé a hacer una ayudantía en la Universidad Central, en un ramo que se llama “Historia Universal Contemporánea” y cuyo contenido –a pesar del presuntuoso nombre- se concentra en la Europa del siglo XX. Ese día, yo tenía programado ver una película con los estudiantes.

Me conseguí la cinta con tiempo, y la vi en mi casa. Por supuesto, y respondiendo a esa obsesiva fatalidad que me persigue, estaba mala y no giraba. Sin hacerme mala sangre, conocedora de los procesos acostumbrados de mi (mala) suerte, la fui a cambiar y chequeé que funcionara.

El día D, llamé al encargado de los accesorios didácticos, para confirmar que la petición de video y televisor estaba en vigencia. Como no había problemas, respiré aliviada.

Desconfiando de tanta tranquilidad, y acostumbrada a los problemas de último momento, me dediqué esa tarde, a pesar de los buenos augurios, a preparar un plan B, o sea, una clase alternativa, en caso de que algo pasara. Debo confesar que me lo tomé muy livianamente, porque estaba segura de que todo saldría bien, y sólo cuando iba en el camino, me dediqué a repasar esa materia.

Llegué, la asistencia era masiva, el video llegó a tiempo, la peli se veía. Todo sospechosamente tranquilo. Tan tranquilo que empecé a traspirar. El tipo rebobina el cassette, la cinta se corta y comienza el acto dos.

Ya en mi terreno, me sonreí para mis adentros a pesar de la desesperación. El encargado, luego de 20 minutos de sudar helado, logró arreglar la película. La puse nuevamente, sólo que ahora no se escuchaba. Es decir, se escuchaba, pero el acento español castizo, en una sala enorme, era imbancable y no se entendía nada más que la saturación de los parlantes y alguna que otra “s” a la madrileña. Era como la voz de la profesora de Charlie Brown. Estaba obligada a echar mano de mi precario plan B.

Histérica por dentro, conservé la sonrisa que abunda en la cara de los tontos –y los aterrados- y comencé mi improvisación. Los dividí en grupos, les asigné tareas de acuerdo con la materia y les di 30 minutos para prepararse. Mientras, leía los documentos con una voracidad atroz, que sólo da la urgencia máxima.

Justo a tiempo terminé mi lectura, y los interrogué. La actividad salió perfecta, justo hubo conflicto en los puntos que pronostiqué y opinaron exactamente lo que esperaba que opinaran. Agradeciendo que la gente sea relativamente predecible, pude llevarlos hacia la reflexión sobre la Sociedad de las Naciones y las causas de su fracaso.

Al término de la clase, uno de ellos se me acercó, porque el ejercicio le había encantado. Sonreí feliz, él creyó que por amabilidad. La verdad es que estaba sacándole la lengua a la mala suerte. Ya hace tiempo que aprendí a creer invariablemente en la ley de Murphy.

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