El Refugio de los Cronopios


"Los cronopios, esos seres desordenados y tibios, dejan los recuerdos sueltos por la casa, entre alegres gritos, y ellos andan por el medio."

Julio Cortázar

jueves, septiembre 29, 2005

Calugas (o Murphy llama otra vez)

Llevaba un buen tiempo preguntándome qué sería de él. Hace al menos dos años que no lo veo, y un par de veces hasta pude haber soñado con sus pecas. O pude haber soñado que soñaba. Da igual. Se aparecía en mi cerebro cada vez que escuchaba a Eduardo Gatti, o leía a Quino. Pequeños símbolos del pequeño tiempo que compartimos y que, como es costumbre, se nos adelantó y nos dejó solos y mudos. Eso después de la época de los anónimos, esas cartas casi quinceañeras que yo dejaba en su casilero de la facultad y que él atribuyó siempre a otra chica. Las notas le gustaban, y tuvo un cuasi romance con esa niña que, claro, andaba detrás de él -muchas andábamos detrás de él-, y que nunca supo a quién tenía que agradecer la cercanía que yo les regalé.

Era tarde, y el hambre me rasguñaba el estómago a esa hora, en la que sólo se piensa en dormir. Y olvidarse del trabajo, del estrés, de las entrevistas, de las noticias. Mi romadizo primaveral me obligó a entrar en una tienda para comprar pañuelos desechables y, tentada, unas calugas de leche. Juro que sólo compré cuatro. Y juro que me había comido sólo una. La mordí, disfrutando esa suavidad pegajosa y dulce, como cuando niña. Mis muelas estaban unidas por un puente elástico y la saliva que circundaba cada dificultoso -y delicioso- mordisco.

Haciendo enormes esfuerzos por no despegar los labios con esa caluga conflictiva, diría yo que concentrada incluso, al doblar hacia el metro me encontré con él. Fue casi un choque, casi una pasada inadvertida, casi una pajaronería mutua. Pero no. Nos reconocimos de inmediato, sus dientes son inconfundibles, me dio un abrazo alegre y me preguntó cómo estaba. Asentí, muda, incapaz de entender por qué pueden darse esas oportunidades en los peores momentos. Traté de decir algo, pero sólo salió un ruido incomprensible que pudo haber sonado 'yyyenn', o algo así. Le indiqué mi boca, saqué una caluga del bolsillo y se la ofrecí. Él se rió, guardó una en su chaqueta y me preguntó si trabajaba por ahí. Asentí otra vez. Discreto, entabló un diálogo en el que yo sólo tenía que decir sí o no. Con la cabeza.

Cuando me sentí lista para hablar, intenté decir algo. Quizás 'y tú, ¿qué me cuentas?', pero en la 't' de 'tú', una contundente gota de saliva (entiéndanlo y hagan memoria: era una caluga tipo kegol, pero de leche) se escapó desde debajo de mi lengua y, por suerte, esquivó su ropa y siguió limpiamente su trayecto hasta el piso.

Roja, terminé de masticar lo más rápido que pude, y luego conversamos, por fin. Pero ya estaba todo arruinado. Me contó de sus clases en un colegio, que es dirigente sindical, que está organizando no se qué grupo para no sé qué. Daba lo mismo: lo único que yo tenía en mente era la gota de saliva viajando de mi boca al suelo. Inventé un retraso que no tenía y me escapé de él. Apenas encontré un basurero tomé las dos calugas que me quedaban y las boté.

jueves, septiembre 22, 2005

Felicidad

"A felicidade é como a gota
de orvalho numa pétala de flor
brilha tranqüila
depois de leve oscila
e cai como uma lágrima de amor ...


Tom Jobim / Vinícius de Morais

Aprendí la lección. A patadas, como siempre que se trata de lo fundamental. Era 18 en una casa ajena, con parlantes alternando a Los Jaivas, Tommy Rey y el Tío Roberto Parra. Dabas vueltas por detrás de las cortinas, fantasma persistente, rostro despiadado de mis obsesiones. Te asomabas a la ventana sólo para hacerme saber lo distinto que ese instante pudo haber sido si hubiese estado contigo. Pero no estaba. No estabas.

Alguien que no tenía un ápice de delicadeza, o de memoria, o simplemente alguien lo suficientemente ebrio como para temerle a los recuerdos, puso esa canción que te reclamaba desde mi extremo de la ciudad. Alguien –otro alguien- me abrazó por detrás, adivinando probablemente mis puteadas en silencio. En ese segundo, antes de que la maldita lágrima traidora me delatara, o te descubriera en mis pupilas, aprendí la lección.

No sé si todavía te quiero (ya sabes, es tan corto el amor y tan largo el olvido), no sé qué haces entre mis pensamientos, además de desorganizarlos, pero sí tengo certeza de que todas estas noches sin un mal beso que llevarme a la boca han pasado por mis necesidad de decirte esto que te dije por fin, y de aprender esto que aprendí.

Nunca más desconfiar de la felicidad. Es tan breve, tan volátil, tan precaria, que cualquier examen científico la termina por matar. La pesé, la medí, la maquillé, la olí, la miré de reojo y la dejé pasar. Me miraba desde tus ojos con cara de primavera, pero en mi cerebro era demasiado invierno. Erré. Creo que esa culpa me ha mantenido atada a tu espectro, hoy que tu cuerpo es una realidad lejana, un cementerio de humedades. Y hoy es ésa la enseñanza que no me resta tristezas, pero me regala libertades.

No sé por qué esto, que era una especie de redención, me ha quedado tan triste como siempre. Y sí, lección aprendida y todo, el viejo Vinicius me escupe en los oídos su tristeza não tem fim... felicidade sim.

lunes, septiembre 12, 2005

Dinosaurios

"Cuando el mundo tira para abajo
es mejor no estar atado a nada.
Imaginen a los dinosaurios en la cama."


Charly García.

Ella sueña con dinosaurios. En realidad, sueña con un solo dinosaurio. Uno que antes era morado y luego fue blanco. La transformación ocurrió la noche de lluvia con piscina, al día siguiente de la luna llena. Él no creía en los signos ni en los azares. No creía en la magia. Pero después de un gruñido profundo -que a ella le pareció un gemido- se durmió, y ya era blanco. Ella también se durmió. Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

Ella sueña con dinosaurios puntualmente, cada noche, desde hace dos semanas. Es extraño, porque hace ya mucho que se le perdió (las flores que dejó no le han querido hablar). Él viene y no dice nada. O a veces dice, pero es como si no dijera. Lo importante es que aun con ese silencio, el dinosaurio todavía le saca la piel. Sin tocarla. Ella siente el frío de la oscuridad directamente en los músculos, y el aliento del dinosaurio en el cuello, como cuando se sale del agua y el viento sopla despiadado, hasta convertirlo a uno en una pastilla de menta humana.

Ella sueña con dinosaurios que tienen el mismo rostro, pero ahora son morados otra vez. Nunca más blancos. De todos modos ella lo reconoce, pero a pesar de eso -o tal vez precisamente por eso- teme mucho acercarse. Teme tocarlo y que su cuerpo, ya sin piel, se desintegre. En ese momento, casi siempre él se acerca, y ella decide que es una pesadilla. Entonces sueña febrilmente que es el dinosaurio el que la sueña a ella, y hace un esfuerzo sobrehumano, y se despierta. En una cama sola. En una noche despoblada. Y ésa es la verdadera pesadilla.

jueves, septiembre 08, 2005

Flashback con ladrillos de Oriente


Salgo del metro apurada, pero me sorprendes y me sonríes. Entras al vagón y la sirena se oye. Salto adentro antes de que se cierren las puertas y me abrazas sin decir hola. Tienes una boina parisina, una chaqueta de cotelé azul y un bolso de cuero. Te pareces tanto a ti mismo.

Nos hemos propuesto una noche en grupo, los de antes, el Bahamondes, como antes, la sombra de Campus Oriente, como antes. ¿Y la lujuria? Como siempre. Antes del grupo, minutos antes, solos en el bar, me dices caminemos, chiquitita, demos una vuelta. Y caminamos hasta la puerta de la universidad que ya no es nuestra, aunque quién sabe. Está abierta y son las 10 de la noche. Nos miramos con cara de pregunta, te tomo del brazo: no mires a nadie, entremos. Y entramos directo hasta la iglesia que para mí era nada más que la sala de exámenes. Hay un matrimonio, y por los costados, bordeando los patios, iluminando los pasillos, cientos de velas protegidas por bolsas de papel. Retrocedemos, te arrastro hasta la capilla, a la que jamás entré. Empujas la puerta y nos refugiamos contra la pared. Me miras. Sé que nos besaremos. Nos besamos. La noche la han puesto ahí para nosotros.

Salimos al patio sin dios, me tomas la mano, recorremos nuestra antigua geografía de piedra. Aquí te quise desde el principio. Ahí, en ésa salita oscura, me hablaste, pero fue sólo meses después que descubrimos coincidencias aterradoras. Qué tiempo ha pasado desde que nuestros casilleros eran vecinos. Acá, en este patio, nos sentábamos con mucha gente, y tú tenías una polera morada, y el pelo largo, y unos jeans desteñidos, y unos ojos de fin de mundo que todavía tienes, Gigante. Y en un recodo de la nostalgia, aplastados entre el muro y el pilar, nos abrazamos, mientras desde adentro de la iglesia se escucha una música magnífica que es para otros, como siempre. Ya ves, de nuevo somos el traspatio del matrimonio. No quiero la música. Me quedo con las velas y el frío. Con el patio oscuro, con los fantasmas que suben y bajan las escaleras, con las voces que cada uno pone a sus recuerdos.

Aquí me quisiste, y también a ella, y a ella. Ahora es tarde, y estamos los dos solos, sobreviviéndonos, resucitándonos. Callamos a dos voces, por placer.

En la calle seguimos tomados de la mano, conmovidos, con preguntas y miedos, con fracasos y heridas. Siento la tibieza de tus dedos, y el flujo sanguíneo de ti a mí, de mí a ti, como si no tuviéramos piel. Llegamos al bar de vuelta, ahora sí que nos esperan. Abres la puerta y besas mi mejilla para sellar el secreto. Llegan los amigos, la risa, el alcohol. Todo es como antes. Como siempre.

lunes, septiembre 05, 2005

Gusanos

Mi casa se está agusanando. En serio. No lo digo en sentido metafórico, sino real. Todo comenzó hace más de un año, cuando un día las paredes de la cocina amanecieron llenas de extraños bichos negros, del porte de un mosquito, pero duros de caparazón y raramente crujientes al aplastarlos. Hacia el techo, la población se multiplicaba, hasta que descubrimos un paquete de porotos tapados de esos animalejos que, deduje, eran los famosos “gorgojos”.

Estuvimos luego un largo tiempo sin sobresaltos alimenticios, hasta que, hace cerca de dos meses, al prepararme una ensalada de lechuga con sésamo, constaté que las semillitas de sésamo estaban ligadas entre sí con hilos finísimos, pero resistentes, y que entre medio de esos hilos había cantidad de gusanos café, vivos, muertos y no nacidos. No sé si hace falta que describa mi sensación al encontrarme con ese espectáculo, más bien creo que cualquiera lo imagina sin conflictos.

Decidí orear la despensa, sacarlo todo, revisarlo, chequear que nada quedara abierto, desinfectar. Pero el sábado todo recomenzó. Mi hermano fue a preparar unos canutones de tres colores, y en la superficie de los fideos, pequeños nidos blancos de los que salían casi invisibles seres arrastrándose. El paquete estaba cerrado. Tras botar la bolsa, lo alenté a hervir mejor unos ravioles. Cuando la cocción llevaba cinco minutos vi salir a flote una tropa de bichos negros, al parecer alados, con sus correspondientes larvas blancas.

La operación de limpieza se repitió, pero sé que los gusanos volverán. No sé cómo interpretarlo, insisto en pensar que algo me están indicando. No puedo comer en paz, siento que estoy en una lucha permanente contra la descomposición. Siento que todo está lleno de invisibles huevecillos, y que en cualquier momento me agusano yo. Eso me lleva a la creencia católica del siglo XVI, que estimaba que nuestro cuerpo, lleno de alimañas, era una expresión de nuestro fango pecaminoso. Que los mocos eran los malos pensamientos expurgados por la nariz. Que, eventualmente, la gente de muy mal vivir o malos sentimientos, podía hacer que un gusano gordo y peludo saliera desde las fosas, agitándose.

Ya sé. Guácala. Imagínense lo que me pasa a mí cuando me encuentro con ellos. Creo que si lo pienso mejor puedo relacionar estos repugnantes episodios con los grandes cambios de mi vida. A lo mejor no es tan malo. Tal vez no sea pura pudrición -aunque seguro que hay algo de eso. Después de todo, los gusanos son la expresión de lo pútrido, pero también el primer indicio de la transformación de la vida. Sin su húmeda labor no nace nada. Y quién sabe qué es lo que está naciendo, pero acaso sea tiempo de darle espacio.

Es posible que estos días de paranoia sean como para llorar a gritos y mirar con sospecha cada alimento, pero todo eso habrá valido la pena si de uno solo de esos gusanos emerge un día una mariposa.

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