El Refugio de los Cronopios


"Los cronopios, esos seres desordenados y tibios, dejan los recuerdos sueltos por la casa, entre alegres gritos, y ellos andan por el medio."

Julio Cortázar

viernes, marzo 24, 2006

Cronopio en el transporte público


Parece un mal sueño, pero es verdad. Era martes y hacía un frío desgraciado que se colaba sobre todo entre los pies. Salí corriendo del diario a mi primera sesión del taller. Tomé un taxi que se perdió, que se dio 143 vueltas alrededor del mismo sitio y que terminó costándome el doble de lo que debió haberme costado.

Me bajé –casi en bancarrota, pero todavía alegre por la perspectiva de leer un cuento mío a una incógnita concurrencia. Sobre la sesión no tengo quejas, estuvo todo dentro de lo esperado, aunque, obviamente, cuando me tocaba mostrar mi relato, el tiempo se acabó. Es como el siquiatra: cuando estás encontrando el meollo de tu conflicto se cumple la hora. Salí del edificio, más muerta de frío y desorientada por completo. “Lo mejor es que camine hacia Apoquindo”, me dije, y partí. Tres cuadras después, una micro únicamente habitada por el chofer se detuvo junto a mí. Subí y pagué, confiada. Conversé con el conductor, hasta que me informó que el recorrido que estábamos haciendo era exactamente el contrario del que me llevaba hasta mi casa.

Quiso devolverme el boleto pero yo –no sé cómo- ya lo había perdido. Entonces propuso que lo acompañara hasta el final del recorrido. Para mi sorpresa, le respondí que sí, que bueno, y que no se demorara mucho. Me hizo caso, porque no deben haber transcurrido 20 minutos cuando nos dimos la vuelta. En Alameda con Cumming me bajé, dudando de si tomar un taxi o un colectivo hasta casa. Había terminado de cruzar la calle cuando noté que llevaba menos peso del que recordaba. Y claro, se había quedado en el bus una bolsa de papel que, además de varios escritos, trasladaba mi flamante película “Cachimba”, recién comprada y original.

Odiándome, subí a un colectivo, porque el taxi anterior me había dejado prácticamente con luca para el resto de la semana. Pagué los 350 pesos y a las dos calles de trayecto el colectivo chocó. Juro que todo es rigurosamente cierto. Lo juro. Pensé que iba a haber sangre, pacos, testigos, al menos un grito destemplado, pero nada. Parecía comercial de Armonyl (algo así como el Nervocalm de Mafalda, para los amigos trasandinos), y todo se solucionó con buenas palabras.

Llegué a mi casa con un tic en el ojo y con ganas de enclaustrarme por un mes. Eso es lo que sucede cuando sales del metro, de decía a mí misma, y le pregunté a mi mamá si le parecía viable que contratáramos un furgón escolar para trasladarme. La muy fama no quiso.

miércoles, marzo 01, 2006

Lugar común


Era día de libros otra vez. Con él casi siempre era día de libros, pero unos más que otros. La llamó temprano, probablemente para saberla cerca, y también para decirle que esta tarde, que la feria, que como cada año. Ella le tendió un puente y él lo tomó. Esquivando tiempo al trabajo atravesaron plazas toda la mañana, hasta llegar a los totopos con guacamole que condecoraron la primera cita. La dejó en el metro, con un beso en la boca y con la promesa de que la noche y ellos.

Ella hizo volar los dedos en el teclado, absorta, ausente, con restorán mexicano en la memoria inmediata y caricias demoradas en las ansias. Llegó al sitio antes que él con un helado en la mano y la urgencia en la mirada. Se encontró, nada más entrar, con un hombre-buen augurio: el maestro de ceremonias que, muchas lunas atrás, los juntara en su casa, sin querer, pero para siempre. Atravesó él el patio con un jugo -del mismo sabor que el helado- y ella pensó que sus bocas, una vez más coincidían en la sed y el gusto.

Caminaron bibliotecas enteras, novelas completas, ensayos eternos. Ella -obsesiva y determinada- pesquisaba a Kundera y él -cansado y generoso-, preguntaba también por él, hasta que en una mesa olvidada. La vida está en otra parte, acuchillaba la tapa, y ellos se fueron de ahí.

Piano bar clandestino, tapices en las murallas y sudor en la piel. Te parece si por fin, si ahora, considerando que, los cuerpos de una vez. Pero él no, él definitivamente no, y ella triste con olor a signos de interrogación. Y entonces el pasado con sus venenos, y el presente con sus murallas y ellos con sus silencios monumentales. Afuera el verano todavía soplaba, tanto que llegaron mujeres, hombres y más mujeres al encuentro, que caminaban detrás sin opinar. Hasta que él los deshizo de un abrazo y la rasguñó con sus ojos terrible, trágicamente francos. Ella no dijo nada. No dijo nada nunca más, casi, y él tampoco.

Y bueno, esta es tu puerta, habló él, y ella no se decidía a bajar. Acúname, pensó, y él abrió los brazos, brujo. Entonces el lugar común que todos a todas y todas a todos pronuncian al menos una vez. El lugar común que él jamás, por ningún motivo, a ella. Y ahí estaba, al alcance de su oído, fuerte y claro lugar común que sonaba como el estallido del universo o como un beso nuclear. Rápido, ella corrió hasta la reja con los oídos tapados, y luego hasta la puerta y la cocina, sin soltar jamás una de sus orejas, para aprisionar el sonido. Por fin, con una mano, tijeras relucientes y sólo un relámpago de dolor con cara de Van Gogh.

Adentro guardó el lugar común y lo selló.

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