
"Une ville devient un univers lorsqu'on aime un seul de ses habitants"
(Una ciudad se convierte en un universo cuando se ama a uno de sus habitantes)
Lawrence Durrell. Justine.
La ciudad parecía el mundo. El fantasma recorría veloz las aceras con ojos de trasnoche perpetuo. Pedalear en las cercanías de tus cotidianeidades pensando que una hoja mínima, un trocito de piedra vertical, un vidrio tinturado, eran lo único que me distanciaba de ti. Saber que bastaba con el botón de "send" para pedir un abrazo virtual o real, para leer un hallazgo, para vomitar confusiones. Esperar que sonara esa campanilla distintiva en un aparato infame. Caminar.
Y acá tu edificio con elefantes, ahí el bar G, que abría historia a cuchillazos, ese parque que te pertenece desde los ojos hacia adentro. Acá una cerca de madera donde hoy sólo un gigantesco bloque encementado (visite piloto). Por esta calle venías, polera roja, paso rápido, a recogerme de francés. En este sitio exacto, los dos lloramos. Ciudad quieta, (de)construida de recuerdos.
Adoquines húmedos y bocas envueltas en vapor se entrecruzan en el invierno de cafés humeantes y guantes de toda hora. En el almacén del turco me parece ver tu sombra y recuerdo que no estás. Santiago ha perdido misterio.
(Si te cuentan que me han visto borracha o tirada en el suelo, no lo creas: tan solo buscaba tus zapatos, o un pedazo de tus huellas).
Hasta que de madrugada, el fantasma se esfuma, y es voz en vivo. Voz que dice un santo y seña. Té. Luego cuatro y diez: una puerta se abre, dos cuerpos extraviados se encuentran y la ciudad parece el mundo otra vez.