
Aunque uno no lo crea, las relaciones con las amistades también se rigidizan, y cambiar los esquemas puede ser no sólo extraño, sino hasta traumático. Sé que suena como una frase a pito de nada, pero, créanme, tengo mis motivos.
Mantengo una relación de amistad estrecha desde hace más de tres años con mi grupo de compañeros del magíster. Entre ellos, se cuenta un alemán adorable, cuya personalidad oscila entre Pitufo Filósofo, Woody Allen y Pitufo Gruñón, dependiendo del día y de su grado etílico. No crean exactamente la caricatura, es un chico precioso, aunque, como la mayoría de sus compatriotas, no tiene como fuerte la expresión física del afecto.
Cuando recién nos conocimos, y yo todavía no notaba su distancia con el toqueteo gratuito que exhibimos obscenamente los latinoamericanos, le tocaba el brazo, la pierna o la cara, y él daba un respingo y -sin borrar su sonrisa cortés- se ponía evidentemente incómodo. Al fin, aprendimos todos a respetar su metro cuadrado, a abrazarnos entre los otros como los tercermundistas que somos, sin invadir sus espacios, de los que siempre ha sido profundamente celoso (incluso ha expresado en numerosas conversaciones su aversión sanitaria a compartir su cama y su ropa).
El sábado pasado, Anton -que así se llama- me propuso que fuéramos por ahí a tomar un trago. Me fue a buscar a casa y, al cerrar la reja y echar a andar, me rodeó el hombro con su brazo. Fue un shock. El esquema se invirtió, y no supe cómo responder a ese cariño tan atípico en él. La naturalidad con que manoseo al resto de mis amigos se hizo agua ante la perspectiva de que, si mi alemanísimo amigo me abrazaba, algo muy importante sucedía.
Sudorosa y tiesa como una operada de la columna, llegué bajo su abrazo al restaurant. Ninguno dijo nada. Luego me sentí incómoda por haber sido miserablemente poco receptiva frente a un esfuerzo tan arduo para alguien como él. Le puse la mano sobre la pierna de modo amistoso y le dije 'me gustó que me abrazaras', con mi mejor cara de superpartner. Ante mi horror, él tomó mis manos, y las dejo cogidas durante al menos cinco minutos, mientras me conversaba sobre asuntos que -la verdad- no escuché.
Dijo que se había dado cuenta de que tiene un déficit en el contacto físico, que eso es malo y que quiere empezar a tocar más a la gente. Le sugerí -creo que en verdad le imploré- que no se esforzara, que el tema expresar el afecto con el cuerpo es algo con lo que se nace o no. Que todos lo queremos igual. Pero él dale con su cambio de actitud y con las manos tomadas.
Fue una salida extraña. Me encantan sus buenos propósitos, pero no estoy segura de poder con este cambio tan repentino. El relajo con el que compartí siempre con él se esfumó, y ahora sólo quiero que me devuelvan al Anton que conozco. El que saluda escuetamente y no para de hablar sobre política y música clásica. El que lee en todos los idiomas posibles y odia su trabajo en la Unesco. El que hace muecas de asco ante la sola posibilidad de que un cuerpo ajeno vulnere su privacidad. El que abraza con libros y con conversaciones. Para ositos tiernos, habrá siempre otros.