La guerra de las caricaturas

Personalmente, miro algo perpleja el cuadro, y, confundida aún, me atrevo a romper una lanza por la intolerancia, aun a riesgo de recibir una lluvia de pifias. Alguna vez, en un curso de antropología, aprendí a distinguir el etnocentrismo en el que nos movemos. La secularización -por la que abogo y de la que me siento parte- ha hecho que pocas cosas sean sagradas, y en esa falta de misticismo nos movemos por el mundo, vociferando el imperio de la razón pura, creyendo que porque nosotros no respetamos ningún símbolo, nadie debe enfadarse con nuestra libertad avasallante y grosera.
Obligamos a todo el mundo a bailar al ritmo de nuestro desencanto, les imponemos nuestras mujeres semidesnudas a las sociedades en las que el pudor femenino es una virtud, escupimos nuestra compulsión por el orgasmo y el vértigo de nuestro sinsentido a todas las culturas, tratando de contagiarlos de nuestro vacío.
¿Cómo no van a temernos los musulmanes? Para ellos, cualquier representación del profeta Mahoma es haram (pecado), sea buena o mala. Un concurso danés instó a perfilarlo de manera humorística. Lo más sagrado para ellos, después de Alá, es profanado, plasmado en una caricatura -que ni siquiera es tan buena- defendida y usada en camisetas por los políticos de ese (este) mundo.
Alguien decía que la libertad termina donde la libertad del otro empieza. Así, nadie puede quejarse de que los iraníes hayan convocado a un millonario concurso para hacer caricaturas burlándose del holocausto. Nuestra consigna de que 'todo es permitible' expone a las otras civilizaciones y a nosotros mismos a vejámenes de proporciones. Me parece que nos estamos pareciendo a esos matones de colegio que, a motivo de nada, decían a un compañero que iba pasando tranquilo alguna obscenidad sobre su madre o su hermana.
No soy la defensora del islamismo, ni de ninguna religión, menos si ampara el terrorismo -así como lo amparó durante siglos la iglesia católica-, pero en medio de este griterío general me pregunto si realmente son ellos los malos de la película y nosotros los jovencitos. Me pregunto qué tan invasivos nos ven con nuestra libertad, desprejuicio y relativismo, y qué tan irracional es que ellos se defiendan, así sea del peor modo, de la enajenación y el descontrol que alegremente les ofrecemos, sin siquiera lidiar con él nosotros mismos.