
A Xirok y a su librería mágica.
A Huérfanos 520, que será uno de mis
conjuros asesinamonstruos para siempre jamás.
Dicen que en los mapas antiguos se usaba para designar el norte. Debe ser por eso que llegué a ese sitio como un perro perdido y que, como un perro perdido, volví una y otra vez. Era enero de 2007. Me sentaba a la banquita y, hablando de literatura, no me dejaba sangrar. Él tampoco. Nuestro primer espejo común fueron las magulladuras.
Hablo de un cachorro herido que jugaba a adivinar. O de un viejo que conoce el retorno a la semilla de la flor que hace germinar. Hablo de un libro de madera que tallaba él mismo, para una mujer. Hablo de sus ojos vidriosos y su voz como una lámpara. Hablo del poeta que desenmascaré detrás del librero.
Digo que manó de ese sitio el vino y la literatura, y que nunca hizo falta decir amistad. Digo que hice de aquel lugar mi casa, el estacionamiento de mi bicicleta, el reposo del guerrero, mi gruta de oración, una fiesta. Digo que todo lo que allí se habló es seguro: en un jardín de palabras, las que salen de las bocas no son nunca acribilladas.
Digo que conocí allí personas insospechadas:
- Un poeta nieto de poeta, de pestañas como lianas, a quien arañé sin más excusas que mi furiosa precariedad.
- Un financista con delirios de filósofo, con quien compartí conciertos y todos los desacuerdos posibles, salvo el amor por ese lugar.
- Una mujer tan solidaria que ni ella misma conoció los alcances de su propia solidaridad.
- Un dueño de sex-shop tan suave y dulce, que bien pudo haber sido el sacristán del pueblo.
- Un chamán posmoderno, risueño y estepario, con facha de oso pardo.
- Un hombre tan hermoso que la huída sólo me sirvió para procurarlo con mayor alevosía.
Digo que encontré allí libros que siempre busqué, y me dejé seducir por otros que siempre me buscaron.
Digo que me llevé sin pagar la obra completa del Divino Anticristo, los poemarios de Xirok, un cuento que escribí de prestado y una foto de Teillier en la Unión Chica, bebiendo, captada y firmada por Julia Toro.
Digo que me guardo conversaciones iluminadoras, ebriedades existenciales, la certeza de que con literatura hay menos dolor (o al menos duele mejor), la revelación de saberme parte de una cofradía de bichos raros y queribles.
No sé si eso será o no la flor de una dinastía.
Pero es nuestro lirio y nuestra antorcha, y quiero pensar que si él, nuestro sumo sacerdote de los bares y los juguetes, se la lleva, si nos deja en su lugar una ausencia y una orfandad, es para buscar con ella, como en la heráldica antigua, el águila y el león.
Y para dejar, por fin, caer la cruz.