El Refugio de los Cronopios


"Los cronopios, esos seres desordenados y tibios, dejan los recuerdos sueltos por la casa, entre alegres gritos, y ellos andan por el medio."

Julio Cortázar

viernes, enero 21, 2005

Un cronopio en España

Siempre supe que las cosas serían así. Aunque debo decir que también sospeché que todo sería mucho peor. Mi viaje a España ha resultado fantástico, en términos generales. He recorrido muchísimo, he dormido poquísimo (eso, a fuerza de carretear, lo que nunca es malo, salvo la mañana después) y he comido como si me pagaran por caloría ingerida.

El castillo en el que estoy parece de cuentos, y aunque en las noches me muero de miedo, en general me siento la protagonista de la película (una comedia de equívocos, como comprobarán).

Asumiendo que el balance es positivo, totalmente, no puedo dejar de hacer notar ciertas anécdotas que sólo por ser yo me han sucedido. Debe ser que la cronopiedad me persigue a través de continentes y océanos.

Sin tomar en cuenta hechos como que me pasé la primera semana sólo con el dinero del viático, porque se me ocurrió traer dólares que no pude cambiar sino hasta el jueves siguiente (es decir, 6 días después de mi llegada); sin considerar mi absoluta desorientación en la red de trenes (que me hizo quedar abandonada a las 00:30 horas en Chamartín, 4 ciudades más allá de donde me alojo); sin detenerme en el rollo de fotografías que saqué en Segovia y Ávila y que luego demostró estar mal puesto, por lo que en realidad no tomé ninguna de esas fotos; sin mencionar ninguno de estos hechos, debo contar mi historia de hoy.

Luego de terminar las clases (sólo hoy no tuvimos curso en la tarde), partimos con una compañera hacia El Escorial, con dos metas: 1) Visitar el monasterio y el panteón de los reyes 2) zapatear encima de la tumba de Franco, en el Valle de los Caídos.

Tomamos el tren correcto, lo que ya era sospechoso. Llegamos sin problemas al lugar, taxi –carísimo- de por medio. Es enorme, y llegamos al filo del cierre. Nos dijeron que no había problema, porque en rigor había una hora más para estar adentro. Sin embargo, apenas llegadas notamos un extraño fenómeno: los guardias nos seguían.

Mi espíritu sudaca me hizo pensar que era por la mala fama de los latinoamericanos. Tratándose de un lugar en el que todo es valiosísimo… Luego desterré esa idea, cuando uno de ellos nos sugirió eufemísticamente la conveniencia de apurar el paso. Desde ese momento, los guardias comenzaron a sumarse. Veníamos de la sala de batallas, por ejemplo, hacia el panteón. Al salir del panteón hacia la sala de pinturas, teníamos a dos. Luego, al pasar a la sala de tapices, tres. Y así. Cada vez que salíamos de un salón, los tipos apagaban la luz y cerraban la puerta. Cuando sumaban 10 la presión comenzó a hacerse insoportable.

Recorríamos a toda velocidad, fijándonos escasamente en todo lo que nos habríamos fijado de ir solas. Salíamos a un pasillo y uniformados de todos lados venían a engrosar la procesión que horriblemente encabezábamos.

Como es un lugar inmenso, alcancé a calcular unos 50 trabajadores (mi compañera dice que eran más, pero puede ser el miedo que habla por ella) caminando a corta distancia. Pronto nos rendimos y sólo buscamos la salida. Las puertas a nuestro paso se iban cerrando, y las luces, apagando.

El Valle de los Caídos resultó inalcanzable, porque el único bus del día (¿¿cómo es eso posible en España??) había pasado a las 15:30.

Veré si puedo ir otro día, de mañana, a hacer todo el recorrido otra vez. Si no, por favor no me pregunten lo que vi, porque sólo podré responder: guardias.

martes, enero 11, 2005

Bésame mucho

Hace poco, una amiga se quejaba porque salía con un tipo que le encantaba, y aunque todo parecía marchar sobre ruedas, la aproximación física brillaba por su ausencia. Ella no entendía cómo era posible que un hombre con el que hablaba todos los días (y más de una vez), con el que claramente había onda, insistía en hacerse el desentendido con las demostraciones de afecto. Por esa época conjeturamos toda suerte de teorías truculentas, que resultaron, por supuesto, más interesantes que la realidad: el tipo era un pelmazo, un enrollado, un idiota que no tenía ni pies ni cabeza en su raciocinio.

Esa historia me ha hecho reflexionar acerca de esas incómodas e inquietantes escenas de despedida en las que uno hacía fuerza mental para ver si por alguna de esas casualidades de la vida, la telepatía funcionaba y el objeto del deseo alargaba la trompita como quien no quiere la cosa. Entonces una corría suavemente la cara, también como quien no quiere la cosa y listo, la fiesta empezaba (o terminaba, en algunos dramáticos casos). Pero claro, en la mayoría de los casos la lectura de pensamiento no funciona ni remotamente, y uno se encuentra en la puerta de la casa, mirando para atrás con cara de imbécil y disimulando la frustración con la mejor sonrisa.

Los motivos que tenga el hombre en cuestión para postergar su beso no dan lo mismo, por cierto, porque no es lo mismo para un hombre casado que para uno soltero decidirse a besar a una mujer que le gusta. Ni es lo mismo besar a una alegre niña soltera que a una comprometida. Ni a una conservadora que a una liberal. En fin, la ecuación que tiene que hacer cada pobre hombre antes de estirar los labios hacia el rostro de su acompañante no es nada fácil, y no me extraña que ellos prefieran postergar el disparo a fallar la puntería.

Lo cierto es que, por lo que sea, a todas nos ha tocado poner la mejor cara de "soy besable y no tengo mal aliento" sin que eso surta ningún efecto. Nada peor que esos segundos en los que uno piensa "ahora sí", y él quién sabe qué piensa, porque también alarga chiclosamente los minutos. Hasta que se decide, y no es por el beso. "Bueno, lo pasé fantástico. Ha sido un placer, de verdad". "También para mí", responde una, jurando que es el momento de la verdad. Entonces él se baja del auto y se da la vuelta para abrir la puerta de su copiloto, todo caballeroso. Tiende la mano, uno baja, viene el abrazo de rigor, que tampoco es del todo revelador, pero que puede dejarnos tiritones de todos modos y dice "que estés bien, nos vemos". Y planta su pulcro beso en la mejilla, el muy infeliz.

A la cita siguiente el afán por verse bien es ya una obsesión. Fluyen los perfumes, desodorantes, cremas y maquillajes. Vuelan por la pieza las faldas, los pantalones a la cadera, formales, semiformales, capri, pescadores, petos, blusas, transparencias, gasas, túnicas artesanales. Desfilan los aros, zapatos y carteras. Salimos hechas unas reinas y volvemos igual de lindas, pero todavía sin saber cómo demonios sabe esa boca esquiva.

Hasta que uno se impermeabiliza a la decepción. Llega el día en el que salimos sin tanta parafernalia, total, ni se va a fijar. Nos despedimos tratando de resumir la agonía y justo entonces, justo ese día, justo esa despedida, él se decide y el beso va. Qué triunfo, qué regalo, qué placer. Si recordamos no babear demasiado, ni aspirar hasta que suene como una ventosa, todo sale bien. El alma se ríe y el mundo empieza otra vez a andar.

El Flautista

Martes, dos de la tarde. En la puerta de Campus Oriente espero micro, haciendo equilibrio con mi bolsón, cuatro libros, un periódico, las monedas para el pasaje y una cocacola light limón en lata (abierta). El sol me mete los dedos en los ojos y maldigo mi suerte por no tener auto, por no ser más fuerte, por no escoger libros más livianos. En el paradero, tres hombres y una chica conversan sobre todas las tonteras que suele hablar uno con sus amigos universitarios. Estudian música. Uno de ellos, cada cierto tiempo toma su flauta y ensaya notas y escalas. Pienso que disfruta lo que hace.

Después de 15 achicharrantes minutos llega la micro y todos subimos. Ellos más rápido que yo, claramente, que tengo que inventarme una mano extra para afirmarme y avanzar por el pasillo convertida en la versión veraniega de un Ekeko. Encuentro un asiento libre y me desparramo sobre él.

El chico de la flauta le muestra el instrumento al chofer y le pregunta si puede hacer música. El chofer asiente, y él entra. Pienso que es todo una broma, típica de los universitarios, que en realidad quiere jugar con sus amigos, y que es todo un chiste. Lo miro, esperando el momento en el que hará un gesto cómplice a sus compañeros, pero no lo hace.

Apoyado en un puesto vacío, se lleva la boquilla a los labios y comienza a tocar. Es una melodía medieval, muy en el estilo Calenda Maia, aunque la flauta no es de madera. Sus dedos bailan por el cuerpo de la flauta con total maestría, él mira hacia abajo. Cada vez que termina una pieza, sus amigos aplauden a rabiar.

Comienzo a pensar que esto va en serio, y en qué sentirá este hombre recién salido de la adolescencia cada vez que se sube a una micro para cubrir sus gastos con lo que le da la gente. Asumo que lo tiene superado, que ya no es un tema para él. Pero debe haberlo sido.

Y mientras más tiempo pasa él con su flauta en los labios, más lo voy amando, más me va encantando, más ganas tengo de darle un abrazo y decirle que es notable lo que hace, y que qué bien que sus amigos cuicos lo acompañen en esta aventura que podría serles tan ajena. La universidad hace maravillas en la gente, pienso. Y también me resiento con el sistema educacional, con la idea de que el crédito no alcance para todos los que lo necesitan, con las viejas desigualdades de siempre.

Termina de tocar su tercera melodía. Los otros aplauden más que otras veces. Él va hasta adelante y explica que pedirá una colaboración, que se paga los estudios con eso, que ojalá nos haya gustado. Dejo todos los bártulos a un lado, sujeto la lata con los dientes y saco unas monedas. Cuando se las paso le digo "gracias", y él se ríe. Casi todos los pasajeros colaboran.

En la siguiente esquina se despide de sus compañeros y se baja en el paradero a esperar la siguiente micro. Una cuadra más allá me bajo yo. El mismo sol me insulta y derrite las calles, pero ya no me atrevo a quejarme de nada.

jueves, enero 06, 2005

La piel

Hoy me sucedió algo confuso. Fui a una entrevista con un cantante que por estos días es fenómeno de ventas y al final de la reunión me quedé a conversar con el relacionador público del sello en su oficina. El tipo me ofreció una silla y comenzó a hurgar en los cajones en busca de discos para entregármelos y que yo los comente. Y mientras me los pasaba, y me explicaba de qué se trata cada álbum, los ojos se le deslizaban desde mi rostro hacia abajo, y pasaban descaradamente por mi cuello y hombros para estacionarse adivinen dónde. Por supuesto. Al poco rato el asunto ya era tan evidente que simplemente pasaba de mis ojos a mi escote sin mediaciones. O más bien, de vez en cuando se acordaba de que yo tengo ojos. Con lo patuda que soy, no me atreví a decirle nada. El lenguaje seguía de lo más laboral, pero su cara era indesmentible.

¿Que nunca falten los pasteles? Es cierto que mi polera de hoy es escotada, y es cierto que los escotes son llamativos. Pero de ahí a creer que mi pechugas son un televisor, hay harta distancia. A todas nos ha pasado.

Y si en la calle o en la micro el asunto es incómodo, triplemente incómodo es en el metro, donde por obligación todos los cuerpos están apretujados y los ojos tienen pocas rutas posibles. En las tardes en las que regreso a casa (olvídenlo; en las tardes, cuando voy a algún carrete) siempre hay alguno que se asoma por encima de mi hombro y asume una perspectiva privilegiada, que yo interrumpo con cara de odio y un ostentoso acomodo de la polera, para cubrirme. O el psicótico de turno que tengo face to face y que no tiene ni siquiera el tino de disimular su descaro.

Las faldas en invierno son también materia de descarado vitrineo. Los tipos se sientan enfrente y de pronto uno no es más que un par de pantorrillas o muslos al descubierto. Se instalan como en función de teatro, se giran sin pudor o hacen los típicos comentarios unineuronales de rigor.

No quiero hacerme la mina; simplemente dejo constancia de un comportamiento recurrente que más de una vez tuve que hacer notar hasta a mis amigos. Uno de ellos, tiempo después, me aseguró que en realidad no me miraba las pechugas, sino el collar, y el lindo bordado de mi polera. Al menos lo intentó, y en honor al intento, yo fingí que le creía.

Me gustan las faldas, me gustan los escotes, me gusta la piel al descubierto, así como a cualquier mujer joven. Pero eso no significa que esté dispuesta a estar en vitrina para la tropa de frustrados que transita cada día por la ciudad.

(Igual los discos están buenos).

martes, enero 04, 2005

Miénteme

Es bien rara la manía que tienen algunos hombres con el tema de las mentiras. No quiero meterme en el espinudo tema de cuánto mienten ellos, porque todo depende del sujeto, pero me he topado con varios que prefieren las historias inventadas a lo que sucede en realidad. Nunca me imaginé que tendría que imaginar cosas a pedido, y todavía me resulta sorprendente.

El otro día, mientras hablaba con un hombre absolutamente adorable, tuve la ocurrencia de nombrar a alguien que a él no le resulta del todo agradable. Como yo sabía que no le iba a gustar oírlo, me limité a decir, frente a la pregunta de si conocía un lugar determinado que sí, que ya había ido. Su siguiente pregunta fue ¿con quién lo conociste? Y yo dije la verdad. Entonces él se ofuscó bastante más que un poco y me recriminó haberle dicho. Me quedé como Condorito, pidiendo una explicación, más aún cuando le pregunté qué esperaba que le dijera y él respondió tranquilamente: "bueno, no sé, ahí tú inventas algo, aplicas muñeca". Sorpresa.

Ya antes me había pasado frente a situaciones de ese tipo. Alguna vez, una pareja también me pidió que eliminara a un amigo -queridísimo, por lo demás- de mis conversaciones. "Sale con él, conversa, llámalo, me da lo mismo, pero no me cuentes, por favor, porque no soporto saberlo", fue el requerimiento. "Pero yo no voy a dejar de verlo porque a ti te molesta, ¿lo tienes claro o no?", respondí, y él dijo que sí, y que sólo le interesaba no enterarse. "Salud mental", me respondió el amigo, cuando le conté, y acto seguido, ante mi horror, me hizo la misma petición, pero inversa. O sea, que no le hablara nada de mi pareja. A l@s malpensad@s de siempre, les aclaro que nunca sucedió nada con mi amigo. Y ahí nomás me quedé con dos censuras que, demás está decirlo, no respeté.

Me pregunto cuándo preferiría yo no saber ciertas cosas, y llego a la conclusión de que nunca. O soy muy copuchenta o definitivamente las mujeres funcionamos de otra manera. Yo prefiero cualquier cosa a que me mientan, y eso es lo que me sorprende.

Tema aparte son las mentiras piadosas. Debo decir que, como soy muy boca de portón, tampoco esa práctica se me ha dado bien, y cuando he intentado, por ejemplo, decir a una amiga que se ve bien cuando en realidad no, los ojos me delatan y acabo confesándolo todo. Si hay algo que me ataca es el afán masculino de salir de compras con una sólo para decir "te queda bien" y "eso también te queda bien". Aunque uno se esté probando una falda como si fuera un strapless.

Dicen los hombres machistas que las mujeres son todas unas mentirosas. No me ha tocado que me lo digan aún, y debe ser porque mi franqueza es hasta grosera, pero me pregunto cuánto del engaño será responsabilidad de los que no soportan las verdades y exigen historias alternativas, más amables, más inocuas, más pobres. A mí, con la verdad, porfis, que siempre preferiré un problema a la ceguera.

Creative Commons License
Esta obra es publicada bajo una licencia Creative Commons.