Calugas (o Murphy llama otra vez)
Llevaba un buen tiempo preguntándome qué sería de él. Hace al menos dos años que no lo veo, y un par de veces hasta pude haber soñado con sus pecas. O pude haber soñado que soñaba. Da igual. Se aparecía en mi cerebro cada vez que escuchaba a Eduardo Gatti, o leía a Quino. Pequeños símbolos del pequeño tiempo que compartimos y que, como es costumbre, se nos adelantó y nos dejó solos y mudos. Eso después de la época de los anónimos, esas cartas casi quinceañeras que yo dejaba en su casilero de la facultad y que él atribuyó siempre a otra chica. Las notas le gustaban, y tuvo un cuasi romance con esa niña que, claro, andaba detrás de él -muchas andábamos detrás de él-, y que nunca supo a quién tenía que agradecer la cercanía que yo les regalé.
Era tarde, y el hambre me rasguñaba el estómago a esa hora, en la que sólo se piensa en dormir. Y olvidarse del trabajo, del estrés, de las entrevistas, de las noticias. Mi romadizo primaveral me obligó a entrar en una tienda para comprar pañuelos desechables y, tentada, unas calugas de leche. Juro que sólo compré cuatro. Y juro que me había comido sólo una. La mordí, disfrutando esa suavidad pegajosa y dulce, como cuando niña. Mis muelas estaban unidas por un puente elástico y la saliva que circundaba cada dificultoso -y delicioso- mordisco.
Haciendo enormes esfuerzos por no despegar los labios con esa caluga conflictiva, diría yo que concentrada incluso, al doblar hacia el metro me encontré con él. Fue casi un choque, casi una pasada inadvertida, casi una pajaronería mutua. Pero no. Nos reconocimos de inmediato, sus dientes son inconfundibles, me dio un abrazo alegre y me preguntó cómo estaba. Asentí, muda, incapaz de entender por qué pueden darse esas oportunidades en los peores momentos. Traté de decir algo, pero sólo salió un ruido incomprensible que pudo haber sonado 'yyyenn', o algo así. Le indiqué mi boca, saqué una caluga del bolsillo y se la ofrecí. Él se rió, guardó una en su chaqueta y me preguntó si trabajaba por ahí. Asentí otra vez. Discreto, entabló un diálogo en el que yo sólo tenía que decir sí o no. Con la cabeza.
Cuando me sentí lista para hablar, intenté decir algo. Quizás 'y tú, ¿qué me cuentas?', pero en la 't' de 'tú', una contundente gota de saliva (entiéndanlo y hagan memoria: era una caluga tipo kegol, pero de leche) se escapó desde debajo de mi lengua y, por suerte, esquivó su ropa y siguió limpiamente su trayecto hasta el piso.
Roja, terminé de masticar lo más rápido que pude, y luego conversamos, por fin. Pero ya estaba todo arruinado. Me contó de sus clases en un colegio, que es dirigente sindical, que está organizando no se qué grupo para no sé qué. Daba lo mismo: lo único que yo tenía en mente era la gota de saliva viajando de mi boca al suelo. Inventé un retraso que no tenía y me escapé de él. Apenas encontré un basurero tomé las dos calugas que me quedaban y las boté.