El Refugio de los Cronopios


"Los cronopios, esos seres desordenados y tibios, dejan los recuerdos sueltos por la casa, entre alegres gritos, y ellos andan por el medio."

Julio Cortázar

jueves, octubre 28, 2004

Esa horrible ropa (o quién fuera ellas)

Miro en el metro a una chica de cerca de 18 años que luce feliz su pelo verde, un aro en la nariz y una ropa que parece de los sobrantes del Pequeño Cotolengo. Pienso: no podría ir peor vestida. Y también: se ve preciosísima.

Yo no sé qué tienen las jóvenes de hoy - no me malentiendan, todavía joven, pero precisamente ese "todavía joven" me excluye de la categoría a secas- que en su opinión mientras menos se arreglen, es mejor. Esta suerte de moda de los trapos viejos, que hasta han bautizado como vintage, y con la que imponen sus faldas del año del queso sobre pantalones de la misma fecha puede llegar a ser abrumadora. Lo más escandaloso de todo, a mi modo de ver, es la habilidad con la que arman tenidas de la nada, y lo originales y lindas que pueden llegar a verse.

Confieso que les envidio abiertamente tanto la capacidad como la facha, y la clase con la que lucen cualquier mamarracho como si fuera la mejor creación de Versace (de Gianni, no de su hermana Donatella, por cierto). El gran punto a favor, por supuesto, es la belleza natural, que no se compra en ningún escaparate Zara, por más que soñemos las que vamos camino de la decadencia. Aunque que nos pongamos los últimos capri de la temporada, ¿cómo competir con esas cinturas bronceadas o ese pelo de sirenas?

Todo esto me ha llevado a pensar que las pendex, con su estética homeless, lo que hacen realmente es proclamar su superioridad a través de su ropa tirillenta. Me explico: se visten con cualquier hilacha colorida que encuentran, y se ven, de todas maneras, insuperables. El efecto inmediato es, además de la admiración masculina, la frustración más absoluta de las que ya no estamos para esos trotes. Díganme que no les apetecería verse así de perfectas con una falda de quinientos pesos y un aro en la ceja. Malditas. O sea que su vestimenta es un signo del aplastamiento generacional que, tempranamente, estamos empezando a intuir.

Recuerdo casi con nostalgia esos tiempos no tan lejanos en los que me paseaba por la calle con una minifalda morada escandalósamente mini y escandalósamente morada, y con polainas del mismo color sobre zapatillas negras. Alguien podría decir que me veía bizarra. Es posible, pero causaba sensaciónm y me sentía lo máximo. Ahora, que me paseo con mis pantalones listados y mis poleritas recatadas, no podría lucir tan originalmente llena de estilo.

Podría rebelarme en contra de esta situación y partir a comprar ropa usada, para ver qué tal lo haría. Pero francamente, creo que, como dice mi abuelita, el horno ya no está para bollos y lo mejor será resignarme a que esos tiempos de rebeldía estética se acabaron. Uno que otro fin de semana me permito ciertas innovaciones para consolarme, y no me ha ido mal. En una de esas hasta doy el Ximenazo, aunque no lo creo.

miércoles, octubre 27, 2004

Salir del clóset

Nunca he sido homofóbica, y creo que ya no lo fui. Más bien me pasa que soy una curiosa de las vivencias homosexuales. Qué piensan, cómo se relacionan y cuál es la calidad de vida de una persona que ama gente de su mismo sexo son preguntas que siempre me he hecho.Pero hay un fenómeno, uno solo, que me molesta de todo este asunto.

En el caso de las mujeres, no me preocupa demasiado, porque no son mi mercado objetivo (sorry por la dureza en los términos); con los hombres, sin embargo, el tema se pone más peliagudo. El asunto no es enterarme de que un individuo es gay. La complicación viene cuando creo que una persona es hetero y resulta que no, que en realidad lo más probable es que estemos rivalizando por los mismos tipos.

Creo que lo peor que tiene la homofobia de este país es eso de obligar a los gay a no salir del clóset. La cantidad de equívocos que esa falta de transparencia genera puede llegar a ser pasmosa. Me pregunto con cuántos habré hecho el ridículo en plan de conquista mientras ellos me envidiaban los zapatos o el pelo. Me pregunto para cuántos habré sido la pantalla frente a una sociedad que los acusa o los compadece, sin un nicho razonable para la igualdad. Me pregunto cuántos habrán querido contarme sus experiencias y se han callado por miedo.

Lo horrible de todo esto es la sospecha endémica. El mirar a un hombre y preguntarse ¿tendrá polola? ¿será casado? ¿será gay?, todo en una misma sucesión de interrogantes. Cuando se trata de un tipo comprometido una termina enterándose siempre, por uno u otro detalle. En el caso de los homosexuales, se puede tener una intuición (confieso tener un sexto sentido especialmente bueno en estas materias), pero nunca hay nada seguro, hasta que ellos lo confirmen. O hasta que otros empiecen a rumorearlo.

Es esa desconfianza ad aeternum lo que me tiene francamente chata. Estoy por suponer, por salud mental, que son todos homosexuales, y sumergirme en ese mundo de hombres gay sin ningún tipo de pudor o precaución. Para dejar de preguntarme por fin para qué lado mira el hombre. Para olvidarme, al menos en un campo de mi vida, del engaño y la manipulación.

El otro día alguien vino a decirme que mi cuñado es gay. En este caso, el tema no me atañe directamente -porque es un hombre que de cualquier manera está fuera de mi espectro-, pero me hizo pensar en el daño que han hecho a esta sociedad los conceptos de "bien" y "mal", "natural" y "antinatural", "recto" y "perverso", según la iglesia Católica. A este país completo le haría falta salir del clóset. Del de la homosexualidad, sí, pero también del doble estándar, de la pacatería enferma, de la castidad pedófila, de la solidaridad egoísta. Todos tendríamos que salir del clóset . ¿Quién me acompaña a abrir la puerta?

lunes, octubre 25, 2004

La cárcel de la cama

La mayoría de la gente opina que dormir con alguien que se ama es lo más romántico que puede ocurrirle a un ser humano. Incluso Milán Kundera asegura que el verdadero amor se manifiesta no por el deseo de acostarse con una mujer (que puede ser una pretensión respecto de innumerables mujeres), sino por el anhelo de dormir con una en específico. Asumiendo que todo esto me conmueve realmente, y que en el sentido más emocional del asunto le doy la razón a Kundera, lo cierto es que hay noches en las que quisiera huir hacia una dimensión en la que no existan los cuerpos vecinos.

Más allá de la ternura, en términos brutales, el la cama compartida no es más que una intrusión en un espacio que debería ser exclusivo. Y no me refiero al típico ejemplo de qué sucede si uno quiere dormir y otro ver televisión. No, incluso suponiendo que los dos quieren dormir.

Más de una noche de frío me he despertado tiritando mientras mi compañero, envuelto en las frazadas cual cuncuna, duerme como bebé de pecho. En esos segundos en los que el sueño se alía peligrosamente con la rabia como para hacer alguna barbaridad, francamente me he encontrado tironeando con odio las cobijas y con ganas de exiliarlo de mi cama. Supongamos por un segundo que hace calor. El negocio ya no es apropiarse de las mantas, sino librarse de ellas. Como soy yo la más chica y la menos abundante de la dupla, lo común es que amanezca sepultada bajo una torre de sábanas, frazadas y plumones, sudando como en sauna.

Otro gran problema de dormir acompañada es el factor acoso. No necesariamente de índole sexual -es lo de menos- sino esa extraña manía que tienen los hombres de dormir lo más cerca posible un cuerpo del otro. Al menos los que han dormido conmigo. Un abrazo perfectamente tierno puede convertirse, durante el sueño, en el pulpo de la muerte, cuando el durmiente que abraza se gira levemente y queda casi encima del abrazado(a). Extrañas pesadillas de asfixia y angustia me han hecho despertar morada y a punto de colapsar, antes de comprender qué es lo que sucede.

A todo esto hay que agregar la batalla por las almohadas y los cojines, en las que siempre salgo perdiendo.

Por eso, mi compañero ideal es mi muñeco de Tulio Triviño. Sé que suena tonto, pero es verdad. Es blando, no se queja, no me acalora y no me disputa nada. Le gustan las películas que veo y los libros que leo. Silencioso y sonriente, jamás me despierta a medianoche ni en la mañana para perdirme desayuno. Lo concedo, tampoco me conversa ni me hace cariño, pero nada es perfecto.

Abogo por la cama flexible. Un lecho matrimonial y otro más pequeño al lado. No para los hijos, sino para las noches en las que el sueño es un bien intransable cuya insatisfacción puede poner en riesgo al mismísimo amor.

viernes, octubre 22, 2004

Teacher (there are things that I don't want to learn...)

Ahora que el hombre de la bata blanca depuso su timidez y decidió asomarse a mi celular, ahora que se hace el simpático y solapadamente inventa maneras de verme (no sé si un hospital es el mejor paisaje para un romance, pero qué le voy a hacer), justo ahora que podría ser el minuto del happy end y los violines de fondo, se me viene a la cabeza Daniel.

Claro, es que ya había perdido mi training con los chicos del club del cáncer al dedo (léase casados) y ahora que se me abre esta nueva perspectiva, Daniel aparece como un eco de lo que no quiero repetir. Aunque nunca se sabe.

Lo conocí en la universidad. Era mi profesor en un ramo que de puro discreta me callaré y acababa de llegar de New York. Bronceado y con unos ojos calipso totalmente hipnóticos, el hombre sabía que cualquier guiño podía asesinar hasta a las paredes. Por si fuera poco, era absolutamente inteligente, de esos que si quisieran, podrían desarticularla a una con un buen argumento. Todo esto coronado por un acento irresistible y una simpatía poco común en los académicos. Y joven.

Las que piensen que es mucha maravilla para ser cierto, tienen razón. Por supuesto que alguien ya lo había visto mucho antes que yo, de modo que, aunque sin anillo, el tipo ya había firmado su exclusividad. Una tragedia.

Y como eso de que conocer los riesgos de antemano ayuda a prevenir es una descarada mentira, de todos modos me dejé llevar. Claro que él no opuso resistencia. Después de todo, era su pequeño período de soltero, hasta que llegara la oficial. O sea que también se hizo el lindo y tuvimos más de una velada, llena de insinuaciones y miradas petrificantes. Las clases se convirtieron en mi mejor pasarela, y los after class, en todo un desafío.

Pero como nada dura para siempre, la rutilante esposa lo llamó desde United States, y el voló -literalmente- a su encuentro, en la gran manzana. La noche antes de irse, eso sí, me ofreció pasar la noche juntos de la manera menos delicada posible. Para un hombre de su agudeza, todo un fracaso. Y aunque he tenido algunos momentos de arrepentimiento por esa respuesta, me negué. Supervivencia básica, que le dicen.

Volvió a los diez días, directo a nuestra clase. Entré a la sala con mi mejor cara de juego, dispuesta a encontrar en su rostro algo que remitiera siquiera tangencialmente a la alegría, o por lo menos a la simpatía, pero nada. Se marchó apenas acabó la hora como quien huye de la peste bubónica, y no respondió ninguno de mis siguientes e-mails.

Mi curso favorito pasó de un momento a otro a ser "la hora del horror" sin que mediara explicación alguna. Convertida en un verdadero estropajo moral, conseguí pasar el ramo con una nota ventajosa (nunca sabré si fue por mi capacidad o por su necesidad desesperada de deshacerse de mí).

Y como cerrar la boca nunca me resulta, terminado el semestre lo llamé para preguntar por qué se había transformado en el monstruo del silencio sin decir agua va. Confieso que ése es un trance por el que no puedo pasar sin sentirme solidaria con Glenn Close en Atracción Fatal. Las evasivas con que intentó responder me deprimieron aún más y luego de prometerle que no le cocinaría el conejo, dejé de intentar entender.

Después de ese capítulo espantoso, juré no volver a salir con los ya sacramentados. Y heme aquí otra vez, dispuesta a una cita que podría echar a andar mis peores pesadillas.

Creo que, después de todo, llamaré al doc y le diré que no nos veamos. Se ve perfecto, pero, como dice George Michael, "there are things that I don' want to learn..." Díganme cobarde, pero no quiero salir de esa consulta más enferma de lo que llegué.

jueves, octubre 21, 2004

Enfermera, no lo deje entrar

Loser a más no poder. En eso me he convertido en unos pocos años. A pesar de los millones invertidos por mis padres para que yo sea una profesional indenpendiente y moderna, que mi éxito personal opaque cualquier desaire y, en suma, para que aprenda a comerme el mundo, emocionalmente soy tan primitiva como cualquier mujer del siglo X.

Debí haber supuesto que el asunto no estaba bien aspectado el día en que él apareció con su sonrisa radiante y su bata blanca para inspeccionar mi pierna herida. Siempre quise tener un affaire con un médico. Nunca logré sustraerme a la fantasía casi infantil de que detrás de la puerta de cualquier consulta, aparecería un hombre espléndido, que sería flechado en el acto por mis encantos. Por más que me concentré en la imagen, siempre apareció un obeso sudoroso, un calvo obsesivo, o simplemente un soso incapaz de leer nada más que sus mamotretos de biología. Y, por supuesto, con más de alguno me tocó una pésima experiencia (recuerdo, por ejemplo, al ginecólogo que me obligó a desvestirme y me violó con el espéculo aún cuando yo le insistía en que estaba consultándolo por una bronquitis persistente, y en ausencia de otro especialista).

Como decía, todo comenzó mal, porque la mordedura de araña que carcomía mi pierna no era precisamente lo que uno conoce como lunarcito sexy. El tejido muerto decoraba mi pantorrilla y le daba ese elegante toque necrótico que tanto se lleva. No conforme con esto, y en atención al dolor que me provocaba la herida, había sido incapaz de depilarme la zona lesionada, o sea que al espectáculo rojiamarillento del mordisco mismo se agregaban las pantys de cachemira. Oh, God. Él, con mucha clase, examinó la herida y hasta la bautizó para que sonara menos horrendo (loxocelismo cutáneo, le puso, tiernamente).

La segunda vez que lo vi tuve la precaución de depilarme. Confiada en que me mirara el rostro, me maquillé a la perfección y me puse mi falda estrella. Él, en cambio, se fijó en los dedos de mis pies y me recetó una crema antihongos y otra para la resequedad de los talones. A esas alturas, lo único que yo le habría pedido es arsénico.

Pero contra lo que yo pensé, ni la pantorrilla del horror ni mis pies micóticos lograron espantarlo, y la relación paciente-doctor se fue haciendo más estrecha, sin llegar, por desgracia, a ningún tipo de acción concreta. De eso culpo directamente a mi madre, que insiste en entrar conmigo, como si yo fuese una parvulita, y de paso espanta toda conversación maravillosamente tergiversable.

El viernes pasado, para más fatalidad, me dio una receta que venía mal escrita. Dispuesta a convertir la desgracia en buena suerte, lo llamé a su consulta. Por algún extraño milagro le pasaron el llamado y no tuve que explicarle quién era, porque me reconoció en seguida. Punto a favor. Le dije lo de la receta y después de disculparse me ofreció hacer una nueva, que yo tendría que pasar a buscar. Imbécil hasta decir basta, en lugar de aprovechar la invitación que sutilmente me tendía, confesé como una idiota que ya había comprado el medicamento correcto, pero que quería confirmar que el nombre era otro. Dos puntos en contra para mí, por honesta. Aproveché, eso sí, de contarle que había dejado un pañuelo de cuello olvidado en el box, y él prometió llamarme si lo encontraba. Y sin esfuerzo, citó los tres primeros números de mi teléfono. Diez puntos a favor.

El problema es que esto fue el lunes, y ya estamos a jueves. O no encontró el pañuelo o sencillamente no tiene ni un interés en llamar. La próxima vez que vaya a su consulta, dejaré mi agenda. Tarde o temprano tendrá que manifestarse.

miércoles, octubre 20, 2004

El karma de los hombres casados

Mientras miro el reloj y espero como santa estúpida que Rodigo se digne a marcar mi número telefónico aunque sea por equivocación, recuerdo con horror los días en los que juraba de guata que jamás saldría con un hombre casado. Claro, eran otros tiempos, en los que podía una escupir al cielo sin miedo de que le cayera en la cara. Al menos de manera inmediata.

El asunto es que a medida que uno va envejeciendo, el porcentaje de solteros se va estrechando peligrosamente. Y los que van quedando... bueno, con frecuencia basta un par de citas para darse cuenta de por qué no han sido privatizados. Saltándose a la buena cantidad de gays y neuróticos que plagan el mundo soltero, la verdad es que las posibilidades no son demasiadas. Así que más temprano que tarde terminé saliendo con un casado. Y con otro. Y con otro.

El primer problema con los casados es que no tienen tiempo. Reconozco que me han tocado los especialmente trabajólicos (debe ser el modelito I'm a bussy man, que me subyuga), pero los pocos minutos que rescatan son -obvio- para la familia. Cuando se trata de un happy hour a horas truculentas soy la compañía ideal, pero si se me ocurre llamar un fin de semana a las cuatro de la tarde, de golpe y porrazo soy "Juan, compadre, te llamo más rato" o simplemente no hay respuesta. Tuuuut. Tuuuut (y "usted será transferido a un buzón de voz").

El segundo problema es que son culposos. Y para colmo de males, esperan que sea yo la que les dé la absolución, la que los consuele por portarse mal y por tener ganas de comerme a mordiscos. Y guardarme yo también mis propios mordiscos, of course.

Confieso que esta dinámica de escuchar constantemente el "nunca antes me había pasado algo así", "estoy confundido", "no quiero hacerle daño porque es una buena mujer" y "necesito tiempo" me está generando un poco de urticaria. Y también ese arrepentimiento casi diabólico cuando los hechos ya están consumados. Justo cuando creo que me va a llegar un ramo de flores o por lo menos un picante e-mail para decirme lo bien que lo pasó, el sujeto en cuestión se hace humo, y si llego a pedir explicaciones me enfrento con el humillante "no eres tú, soy yo".

Siempre salgo de mis seudo relaciones con casados un poco más lastimada, un poco más escéptica y con el ego por el suelo. Una verdadera terapia de shock para el amor propio de cualquiera.

Muchas razones tendrán los curas para decir que la familia es la base de la sociedad (ellos, que abandonan a sus familias y jamás se casan, todo por algo incomprobable), pero lo que es a mí, el matrimonio me ha dado bastantes malos ratos.

viernes, octubre 01, 2004

Abusos desconexos

Me gusta salir con el papá, pero me carga que me suelte la mano. Siempre me hace lo mismo, me lleva a los juegos o al mall y me suelta. Yo me entretengo jugando y después agarro a cualquier caballero. Me equivoco todo el tiempo, y a él parece que le gusta, porque se ríe y me toma en brazos y me hace cariño y me dice que eres lesa y se sigue riendo. A mí me da rabia porque la que hace el ridículo soy yo, él puro se entretiene.

Lo que pasa es que como soy chica, lo reconozco de la cintura para abajo, o sea, por los pantalones y el cinturón. Mi papá es panzón, como casi todos los papás, y el fin de semana, que es cuando me va a buscar, anda siempre con jeans, igual que los otros señores de edad como él. Por eso me confundo. No porque sea lesa, como dice él, pero no saco nada con explicarle, porque me dice lo mismo. Lo bueno es que me lleva al cine y al Mampato y a comer cosas ricas que no le podemos decir a la mamá porque nos reta. El otro día fuimos a ver una película de monos y él se quedó dormido. Yo no le dije nada porque estaba entretenida, pero cuando se puso a roncar lo desperté con un codazo y se enojó mucho. Yo le iba a explicar lo del ruido, pero ni me escuchó y me pasó la bebida con odio.

Y después siguió roncando. Cuando me va a dejar en la noche siempre me dice que me porte bien y que me quiere mucho, y me da hartos besos, dice que para que me duren toda la semana. A mí me hace cosquillas la barba, pero le doy besos y lo abrazo bien apretado, porque yo sé que a él sí que le tienen que alcanzar.

Con la mamá es distinto. Casi nunca me compra cosas ricas, sino que puras frutas, porque dice que son más sanas, y yo no sé por qué siempre lo sano tiene que ser lo más malo. Me hace cariño todo el tiempo, pero también todo el tiempo me reta, que siéntate bien, que no masques con la boca abierta, que junta las piernas, que no te ensucies, que lávate las manos, que apaga la tele. Ella dice que me tiene que educar, y pela al papá cuando yo le digo que a él no le importan esas cosas, y dice que para él es fácil porque me ve poco. Una vez yo le dije que entonces también debería verla poco a ella para que no fuera tan mandona, y me pegó en la boca y se puso a llorar y yo también porque me dolió el palmazo. Pero después como que se le olvidó todo y me tomó en brazos y dijo que me iba a poner muy linda y me peinó y me echó crema en las rodillas que las tengo siempre partidas.

Lo rico de salir con ella es que nunca, pero nunca me pierdo. A veces me suelta también, pero ella es bien flaquita, y se pone unos vestidos largos que me encantan porque se ve distinta de las otras señoras y aunque mi papá se ríe de ella porque dice que es tan alternativa a mí me gusta igual. Pero lo que más me gusta es que no le confundo las manos, porque tiene las uñas largas y siempre bien pintaditas y suaves, y los dedos largos. Cuando yo era más chica y mi papá vivía con nosotras yo me acuerdo que le decía que tenía manos de reina. Ahora no le dice más eso. Yo tengo una foto cuando era chica, tenía como tres años, y estábamos en la playa y mi mamá me está poniendo el gel para que no me queme. Me encanta esa foto porque sale mi cara y la mano de mi mamá, y nada más.

Hace poco, cuando era el primer día de clases, la miss nos hizo dibujar a la familia y hubo un tremendo problema por mi trabajo. Yo hice a mi papá con la cabeza bien chica y la guata grande, porque la tiene grande, y lo más grande es los pantalones, porque es lo que más le miro y lo que primero le dibujé. Y a mi mamá la hice delgada y con las uñas enormes, porque son lo que más me gusta. No sé por qué, pero se las pinté rojas, y salpicó un poco el papel. Yo encuentro que quedó lindo, pero la miss me llamó aparte y me llevó donde la sicóloga que es simpática, pero rara. Me preguntó si mi mamá me pegaba mucho, si me rasguñaba, y si mi papá me hacía demasiado cariño. Yo le dije que sí, que mi papá me hacía un montón de cariño, sobre todo los domingos, que no estábamos con la mamá. Ahí ella como que puso una cara media morada, y me hizo tantas preguntas que me asusté y no le contesté más. Entonces me pasó unos juegos que yo tenía que armar y me dio unos dulces. Lo pasé bien ese día porque no fui a clases. Me pidieron que no le dijera nada de eso a la mamá, y yo igual no le iba a decir, porque típico que me reta cuando no voy a clases. Cuando me fue a buscar en la tarde, la miss la saludó bien seria.

Al otro día me volvieron a llevar con la sicóloga que se porta como una amiga, pero vieja. Me dio más dulces y me hizo más preguntas de cómo era mi vida, cómo me trataban y todo eso. Quería saber si yo hacía cosas escondidas con el papá, y yo le dije que sí, pero que no le podía decir porque eran secretas, y que si mi mamá sabía nos iba a retar y a lo mejor nunca más iba a poder ver a mi papá. Yo estaba pensando en las comidas que comemos, pero ella dale con que le dijera y yo no, porque es un secreto.

Después hablamos de la mamá. Me dijo que si estaba contenta con ella y yo le dije que más o menos, porque me acordé que justo ese día ella me retó no me acuerdo por qué. Me preguntó si era agresiva conmigo. Yo no sé qué quiere decir “agresiva”, pero me dio vergüenza preguntar, porque soy la primera del curso, así que le dije que sí, y pensé que todas las mamás deben ser así con sus hijas. Me preguntó por qué le había dibujado las uñas rojas y yo me encogí de hombros y le dije que a lo mejor tenían sangre por hacerle una broma y me puse a reír y ella se puso tan seria que me dio miedo.

Al final me preguntó qué pensaba yo de mí misma. Yo le respondí que me encuentro sucia; se lo dije porque mi mamá siempre me reta porque ando toda cochina después de jugar con el gato. A ella le dio ataque, yo creo que porque en el colegio hablan un montón de la limpieza.

Después citaron a mi mamá, y le dijeron algo del maltrato infantil, y unos abusos desconexos y un montón de palabras extrañas que uno escucha en las noticias. Le pasaron el dibujo y ella se puso a reír y le explicó que mi papá es gordo y que a mí me llaman la atención los pantalones y las manos de ella. También le dijo que los domingos el papá me hace más cariño porque son separados. Me carga que diga eso porque la gente me chasconea como diciendo pobrecita y me da pena y me siento pobrecita. Al final la miss se rió y me preguntó por qué no le expliqué desde el principio y a mí me dio rabia que ella no entienda nada.

Lo bueno fue que mi mamá quedó tan contenta que llamó al papá y le dijo que le tenía que contar algo y él me fue a ver y eso que era jueves y almorzamos todos juntos y eso definitivamente fue lo mejor.

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